Les odiabas, no querías ni mirarles. Pero, algo en el fondo, quería parecerse a ellos. Se veían felices, despreocupados. Siempre rodeados de gente, siempre siendo los primeros en enterarse de algo. Pero no podías encajar. No te interesaban las mismas cosas, ni la ropa, ni la música. Tú lo sabías, pero ellos desde mucho antes. Que nunca serías así, de esas personas a las que estás deseando llamar para contarles de lo que habla todo el mundo y salir a donde sale todo el mundo. Tarde, comprendiste que su aceptación no valía traicionarte a ti mismo. Y eso, solamente pudo alejarte más. Creías que eran modelos a seguir pero aún recuerdas sus burlas pendientes de todos tus actos. Nunca, nunca puedes salir de ahí. Porque la vida no deja de ser eso mismo, se repite en casa, se repite en el trabajo, se repite allá donde vayas. Y lo único a lo que puedes aspirar es a encontrar algún sitio donde ser eso que eres, esté bien. Tener tu espacio para respirar sin sentir que incluso algo tan sencillo, cuesta. Intentar que cuente que eres la mejor persona que has podido llegar a ser dadas las circunstancias. 
Me cabe en las manos, esa persona que sueña con dormir y duerme sin soñar. Me cabe entre los dedos, esa mujer que nunca lo será, que apenas está madura y nunca caerá del árbol. Es pequeña, siempre quiere despegar y alzarse pensando que fuera hay algo mejor, pero en cuanto lo hace siente el peligro y vuelve a su diminuto hogar. Tanto tiempo así ha hecho que su imaginación se desarrolle hasta tal punto que consiga tener un mágico poder: el de crear lo que ella desee. Como sólo puede usarlo una vez cada setecientos años, tiene que ser astuta para no desperdiciarlo. Habría tantas cosas que quería, empezando por la libertad. Estaba presa de sí misma. De sus manos ancianas. Y no quería morir sin haber conocido esas grandes sensaciones que recordar antes de expirar. Así que reunió toda su fuerza y creó un cetro. Un cetro de forma preciosa y colores brillantes en tonos verdes y malva. De él emergía un humo que ascendía tan alto que se perdía en la línea del horizonte. También tendría que ser inteligente a la hora de usarlo puesto que sus poderes eran limitados. Cuando llegaron los momentos previos a que debiera abandonar este mundo,  usó el cetro para experimentar una vez detrás de otra todo lo que para ella era desconocido. Así pues, dispuesta a ser feliz antes de abrazar la muerte, cerró los ojos y su vida comenzó a dar vueltas. El cetro hacía su trabajo, coloreando los alrededores de miles de colores, de halos de luces increíbles alrededor de su cuerpo casi inerte. Al cerrar los ojos, pudo ver el cielo. Se sentía ligera y ágil, podía girar y dar vueltas, acariciar esas esponjitas blancas que tanto había estudiado desde ahí abajo, con sus nuevas alas de ave. Saludó a los truenos, atravesó el arcoíris, se lanzó hacia los rayos y esquivó peligros. Cuando más emocionante estuvo la aventura, un destello de luz apareció y, de repente, tocaba la tierra. Corría rápido, la tierra bajo sus pies dejaba caminos de humo, el sonido de sus pisadas le encantaba y le hacía ir aún más deprisa. Avanzaba a través de una senda, el paraje era caluroso y sentía los matorrales arañarle la cara, pero le producía placer. Quiso gritar de felicidad pero lanzó un rugido que espantó miles de pájaros alrededor. Entonces comprendió. Paró y bebió agua de un lago cercano y, al ver su reflejo, sonrió. El destello volvió a aparecer y vio cómo sus manos humanas le quitaban el pelo de la cara, empapado, bajo la tormenta. Minutos después, el cielo se abrió en la oscura noche y aparecieron miles de millones de estrellas cayendo hacia ella, estrellas fugaces a las que no pidió ningún deseo.  Se tumbó y saboreó los instantes hasta que el nuevo destello apareció.  De repente apareció en un lugar abarrotado de personas, la gente la empujaba, tenía calor pero no le importaba porque se centraba en cantar y saltar, sentir la energía de ver a tus ídolos en concierto, sentir sus voces retumbar dentro, los instrumentos fusionados creando algo impresionante. Empezó a sentirse débil y supo que la siguiente sería la última cosa que viviera. Estaba en una habitación acogedora, era un cuarto algo desordenado con estanterías llenas de libros, cd’s y demás objetos. Ya conocía todo aquello, no era nuevo para ella. Se sentía feliz de estar ahí, supo que el viaje acabaría con lo mejor que le puede pasar a alguien. Escuchó ruidos en otra parte de la casa, y su estómago se encogió. Sonrió al oír los pasos acercarse y una tos inconfundible. La puerta se abrió y otra sonrisa sonrió a la suya. Y otra mirada se iluminó en el reflejo de la suya. Y otras manos se acariciaron sobre otras manos. Y unos labios se apagaron en otros labios. 



Visto mi cuerpo de un alma que no tengo y camino, sin descansar, me arrastro. 
Elimino la palabra "esperanza" de mi conocimiento y salgo.
Dejo que la insignificancia lo conquiste todo.
Me uno a los parásitos, me voy.

Grande Alejandra...


"Y yo me cubro, yo me envuelvo, me mezo en mi nostalgia preferida, me abrazo a la almohada y lloro, me avergüenzo de mi edad y no comprendo por qué, tan de repente, ya no soy una niña."
— Alejandra Pizarnik
Despertar y no saber nunca qué hora es
por la oscuridad de la habitación.
Esa era la gracia, se decía. Sin horarios. 
Encender el piloto de la poesía de la mente.
Siempre cuando no hay papel cerca.
Esa era la gracia, le decían,
ahí esta la verdadera vocación.
El deseo de alimentarse de ello.
Aun considerando la compañía
de los versos matutinos exquisita,
no hizo más que echar en falta el calor humano
 entre las sábanas a primera
o última hora de la mañana.
 Esa, era la verdadera y única gracia.
El problema nunca fue tanto en dar a las personas que considerabas amigas; como en el hecho de considerar amigas a ciertas personas.
Recuerdo que estuve allí,
que fue más largo de lo que esperaba,
menos agradable.
Recuerdo haber conocido a muchos que no eran,
a pocos que parecían serlo,
y sólo uno que fue.
Recuerdo haber amado con más
de lo que me era humanamente posible.
Recuerdo que hubo lecciones que nunca aprendí
y personas a las que nunca escuché.
 Recuerdo que había muchas normas
y haber hecho caso sólo a mis teorías.
Recuerdo que de estas tuve muchas
 y me faltaron acciones.
Recuerdo haber intentado tantas cosas,
 y conseguir algunas.
Recuerdo mentiras y recuerdo pasarlo mal.
Pero también risas y cielos de todos los tipos.
 Recuerdo que estuve allí,
que observé más de lo debido
y debí participar más.
 Y te recuerdo a ti,
 porque sigues aquí.
Me paré en seco, una vez más, aunque no recordaba ya la última, y me dije: "Recuerda esto". Me obligué a ello, más bien. Guardé el instante intacto en el almacén de momentos o, como solía llamarlo, "Pequeños empujones para la vida diaria". Los que entran ahí tienen una luz, un color, un sabor sustancialmente diferente al resto. No es que lleguen al corazón, es algo más allá, un nivel más complejo; una sintonía entre corazón, cuerpo, cabeza... casi como el amor. Y lo quería, quería que durase más tiempo, no para siempre, pero sí lo suficiente como para que hubiese un cambio. Como si pudiese surgir una ínfima puerta en medio de todo que condujese a la propia vida, pero más adentro. Algo que pudiese coger con las manos y abrazar, como una persona a la que quieres y te quiere a su vez, como esa persona. Es ese aire que al impregnarte los pulmones se lleva la desazón y te invita a seguir hacia adelante, a hacerlo todo simple cuando realmente es así de simple, a pesar de que sigues odiando al mundo, sus reglas y la mayor parte de personas que viven en él. Pero no puedes conformarte con eso, por ello es que aún respiras y aún buscas algo que encuentres digno de llamar verdadero, el gran empujón para la vida.

El ser humano es inconformista para ciertas cosas, supongo que a veces cuenta más sentirse poseedor de un abanico de posibilidades que lo que en verdad posees. La reciprocidad es un término más bien dejado atrás. Me pregunto cuándo la gente con valores ha pasado a ser audiencia o actores de espectáculos del rollo Jersey Shore.

Va a doler siempre

¿Y qué dirían de la chica buena si supieran la verdad? Si supieran que todos estos años han sido un calendario de ficción, y que la vida que ha hecho creer a los demás no existe, precisamente porque está podrida. Porque el cansancio de las decepciones abrió un hueco donde empezó a criarse todo lo que dolía, todo se ha infectado por el asco hacia los iguales y hacia la vida ordinaria.
¿Y si supieran que aun poniendo todo el empeño en ser esa persona fría nunca lo pudo llegar a ser tanto? Que aún seguía dibujando cuerpos que la abrazaban con vistas a ponerles rostro algún día, convenciéndose de que sí importaba creer todavía en algo, aunque fuese en oleajes incesantes o lluvias de estrellas tras la niebla, y dolerse así de algo que al menos no contaminase, y que cerca, a alguien se le cayera algo de entendimiento en sus pies, antes de que fuese tarde.
Ódiate, por todo lo que te odiaron alguna vez los demás. Por todo lo que nunca fuiste ni serás. Por tu imagen en el espejo, ya que no es como pretendes ni tienes la fuerza de voluntad para cambiarla. Por tener esa incapacidad de relacionarte de una manera normal con cualquier otra persona. Por vivir más en tu cabeza que en el mundo. Por no entender a nadie ni haber dejado de intentar que alguien te entienda. Por no compartir metas y aspiraciones con la mayoría de la gente y no saber cómo vas a salir de esto, de esta situación de parálisis a todos los niveles.
Desde que tengo memoria, me he dormido bajo el brillito de las estrellas. Cada noche las estrellas trepan  por las paredes, con su leve tintineo y su susurro de madrugada. Tenerlas en el techo es una ventana al mundo de los sueños, donde no importa quién seas o qué deseas, ahí eres libre para alcanzarlo. Siempre las vi como algo temporal, encerradas en mi cuarto, como algo con lo que podía conformarme mientras aguardaba la verdadera noche estrellada, aunque fuese una sola, cada mucho tiempo, y valía la pena la espera.
Da miedo algo tan grande donde las estrellas ni siquiera son contables y parece que se te lanzan encima casi con violencia. Por eso a veces, no quiero salir de aquí y ver que el mundo es demasiado grande para mi, demasiado inmanejable.
Vas a morir esta noche, ha empezado la cuenta atrás para que detone el corazón. Una vida es insuficiente para todo. Pero una sola vida es suficiente. Es la enfermedad que termina con el diagnóstico. Y quieres morir porque te hartas de comer baldosines y de los laberintos que acechan, porque toda tu vida te parece inoportuna y te acabas excluyendo de tu propio abecedario. Te hartas de la insistencia del mundo en ausencia de cualquier luz, de la sed que no se sacia y del reconstruir; de comer mierda y de ser contenedor de vidas ajenas.


Mírate, inmóvil, comprobando a cada rato un reloj que no mide tu tiempo.
Tu cuerpo te aprieta y representa lo inútil, cada vez más lejano y lleno de dolores comunes.
Vives mareado, sabiendo que cuando te vayas del todo, nadie sabrá tu nombre.
La caída es abrumadoramente vertiginosa en días como estos. Alguien se cuela en tu cabeza y no eres tú. Tanto tiempo dibujando sobre la realidad es cansino, y es humanamente difícil intentar ahuyentarse de lo que se avecina. Es como pensar que el vacío es redondo y está situado en un lugar concreto, al que a veces acudes, pero en realidad escapa a cualquier definición y se asoma a todas horas. Ninguno vamos a ningún lado, salvo más cerca o más lejos de nosotros mismos; escapamos desnudos y los que escribimos guardamos el desastre para crear una bonita historia. El lenguaje se vuelve puntiagudo, casi febril, y nos hace agujeros en la piel, y siempre se harán más grandes, como las caries, y no puedes ignorarlo. Esa sensación de saber quién va a ganar, sea el juego que sea, y nunca eres tú. Nos extinguimos un poco en días como esos y huimos de los corazones que creemos no merecer, destrozándolo todo con miedo. Y ya nunca podemos volver a ser lo que hemos sido, ni siquiera en nuestra sola presencia. La fricción va dejando unas grietas, que a mí ya no me da pena estar al margen de todo eso que llaman 'mundo', ni sentir que soy muy tarde, ni amontonar cartas que no saldrán de mis fronteras, ni tener que sujetarme los huesos con las manos, ni que la gente olvide lo importante mientras yo lo tenga claro, ni permanecer muda cuando quiera hablar en nombre de una ilusión, ni la imposibilidad de responder ciertas preguntas que nacen en la sombra que asumo escrita para el resto de mis días.
Nunca he necesitado grandes emociones o aventuras para sentirme mejor, para sentirme viva. Lo único que necesitaba era que me devolvieras la mirada.
Creo que debería arrancarme el corazón y ponérmelo de sombrero. Porque pienso más con él que con la cabeza, me parece que desde que tengo memoria siempre ha sido así. Eso ha llevado a muchas roturas de todo tipo y dimensión, como se veía venir. Aún así parecía que merecía la pena, aunque eso no siempre se ha cumplido. Porque la desproporción y la falta de equilibrio llega a herir en niveles que no son de este planeta. Con todo esto, mantengo la esperanza de que no vuelva a pasarme, porque sobre todo intento defender mis valores hasta el final e intento equivocarme cada día un poco menos. Intento ser la mejor versión de mí que pueda, aunque sea una mierda igualmente. 
No creo que haya forma a estas alturas de arreglar en mí lo que está torcido. Uno tiene sus desperfectos, o se los hace, para que convivan hasta el último de los días. Quejarse es inevitable, a veces es por puro placer de maldecir; y ayudar, en verdad nunca sabré si ayuda. Poco importa. Lo que ocurre es que cada día es más complicado aceptarse aun con eso, con lo inservible y desadaptativo. Ser un sesgo andante, consciente de ello y con todo intentar fallidamente ser feliz, una y otra vez. Porque todo va empujando, dirección muerte, a pesar de no sentirse plenamente vivo. Creciendo con una mente débil y un corazón que apenas bombearía por sí solo. Un corazón en un cuerpo que, aun deteriorado, irremediablemente pone todo lo que le quede en conservar esa ilusión, hasta el final.

Quizá algún día, ya no existan por detrás esas voces bajo las cuales te sientes de rodillas. Y que el mundo o, simplemente, la gente con la que trates, no sea una egoísta hija de la gran puta. Y que reúnas el valor que te ha faltado para todo en algún momento. Y que las cosas en las que pones el corazón te salgan bien porque es la única manera. Y que la persona que te dice que te quiere se quede contigo, y que por fin algo sea de verdad.
Necesidades. Las básicas que conocemos todos. Las no menos básicas como la de necesitar expandirse en el mundo tal y como es uno. Y la de tener a alguien que te deje hacerlo, y a quien dejar ser él mismo. 
En las noches de verano, las más largas e insomnes, es cuando, más que nunca, se aparecen. Tienen caras amigables, se manifiestan a veces entre caras conocidas, entre voces familiares, aullando cerca de mi garganta, sin respetar espacios, tiempos, deseos, nada. Aparecen de repente pero nunca puedes olvidarte de ellos una vez que se van, porque lo impregnan todo con su hedor y te absorben el día a día mientras se refugian en tus miedos, en tus pesadillas, y así, sin querer, se van llevando tus ganas de todo. Son fantasmas, en ocasiones ni siquiera los tuyos propios. Perfectos fantasmas de otras vidas que te recuerdan lo lejos que estas de ser uno de ellos, de ser tan buena que puedas siquiera intimidar. Son ideas que te rondan la existencia sembrando el autodesprecio una vez que te comparas con ellas. La violencia en tu cabeza.
Fantasmas que te vienen a recordar lo que siempre supiste. No se puede luchar contra ellos...
Recuerdo que no había mucha luz y se escuchaba un ligero zumbido de fondo. Recuerdo que tenía muchas ganas de venirme abajo pero no sé qué sensación salida de no sé qué epicentro de otra vida (pasada, futura o incluso, paralela) conseguía apaciguar todo y me hacía estar tranquila, como si ya no mereciese la pena estar mal. Recuerdo que alrededor estaban todos aquellos que me han hecho daño, sin muestras de haberse arrepentido, y supe que ya no me dolía, habían ganado ellos porque yo ya no era más un problema. Recuerdo no haber deseado eso ni haber querido estar ahí, y sé que busqué alguna salida a cualquier parte pero desistí antes de encontrar cualquier indicio de algo que no fuera ese momento, porque no estoy segura ni de que fuese un lugar concreto. Aún así, no recuerdo lágrimas, ni tristeza. No era como sentirse vivo. Era como si fuese lo correcto, cuando sientes que algo es como ha de ser. Esa tranquilidad rara. Rara porque nunca te acabas de reconocer en ella. Como cuando creías que no estabas hecha para el mundo. Con esa intensidad, cosas que se saben, sin más. Recuerdo que me aliviaba saber que ya no tenía que esforzarme por algo ni sentirme insuficiente por nadie, esa presión del pecho se había fugado, con todo lo demás. Recuerdo que la sensación de tener nada fue la mejor que he experimentado nunca, porque cuando careces de todo no puedes perder nada; y si no hay nada, no luchas por nada. Nada por lo que seguir, nada que duela ni hiciese sufrir; ni siquiera la capacidad para querer nada, nada más que nada, entera para mí, toda por delante, hasta que no pudiera recordar absolutamente nada.
- De eso se trata, ¿no? Es esto lo que hace la gente. Llegan a tu vida y les vas dejando entrar, poco a poco, casi a regañadientes. Porque siempre es la misma historia de siempre. Se hacen el hueco, se acomodan y después, siguen su vida y se van. Como si no hubiera pasado nada.
- Eso es lo que hacemos todos, sólo que desde nuestra perspectiva no parece tan malo. El que se va nunca siente que lo esté haciendo mal. De todas formas, ¿ese es tu miedo? ¿Que se alejen las personas y no te recuerden?
- No. No exactamente que me olviden. Tengo miedo de que se vayan, y yo me quede aquí para siempre en el mundo que recuerda que estuvieron, echando de menos, melancólica hasta el final de mis días. 


Nunca quise comerme el mundo, si el mundo no duerme sobre su cuerpo.
Dicen que lo mejor de los libros es que puedes volver siempre a la mejor parte.
Pero quién puede quitarse el sabor amargo de la boca, el saber que todo acaba mal, y volver a la parte buena ignorando que va a pasar... que nos la jugaron una y otra vez.
Nacimos inocentes, quizá soñadores, pero no gilipollas.
Reconozco que lo único que hubiese hecho esa noche fue escuchar tu corazón, sabiendo que lo recordaría para siempre. Ese momento, en que no te estás dando cuenta de nada. Y yo sólo existo para oírla, oír tu vida. Con todo el egoísmo del mundo, sabiendo que has elegido que ese instante sea para mí. Sentirte es lo único que hice esa noche. Y lo bien que sienta.



Murk es pequeña, y casi siempre tiene hambre. Vive en el pasado porque es lo único que tiene, y practica petit point con sus recuerdos. Murk hace lo mismo cada mañana: guarda todo su universo en la mochila y sale a primera hora a caminar. Odia madrugar pero, desde hace casi un año, las parálisis de sueño le impiden disfrutar de ser marmota cuanto quisiera. Las rutinas unen a las personas, por eso se conoce a medio barrio,  aunque siendo vergonzosa siempre evita saludar. No es una persona muy sociable pero ella ya no se culpa a sí misma. Murk ha deseado la muerte tanto como el ser salvada. Le causa una terrible tristeza sentirse sola, pero sabe que la gente como ella tiene ese destino. Desde hace años siente asco por las personas que hablan por hablar, cree que es como una enfermedad de la ignorancia; todavía no ha encontrado a nadie que entienda los silencios que necesita. Siempre ha tenido claro lo que quería ser; o, más bien, en lo que no quería convertirse, aunque en ciertos aspectos ha dejado directamente de esforzarse. De las cosas que más odia en el mundo está la sensación de asfixia. Por suerte, es consciente de la brevedad de todo lo que le rodea, y sólo vive con la esperanza de empezar a disfrutar ciertas cosas de nuevo algún día.
(continuará...)

Hay quienes no hemos tenido una vida fácil, quienes no hemos conocido la felicidad. Llegar hasta aquí ha sido largo y cuesta arriba, tan raro como verse de aquí a unos años, en el futuro. Entonces, ¿cómo quieren que sepamos cómo se siente, que vayamos detrás de un fantasma, a ciegas, sin apenas ayuda externa, y un día, sin más, nos reconozcamos en una idea casi desconocida?

Vivir, ese montón de deudas que pagamos sin necesidad de dinero. Eso que nos deben y, muchas veces, nunca llega. Eso que damos y se pierde en cúmulos por el cielo. Eso que nos arrancamos por otro, porque creemos ciegamente que merecería la pena. Esa continua decepción, de no sentir que vales tanto como para cerrar el trato. Ese miedo a envejecer, y hacer que otros paguen las consecuencias de lo que hicimos o dejamos de hacer.
Hay días en que no buscas nada. No buscas tener una conversación interesante. No quieres andar con prisa ni pedir perdón cuando empujas a alguien por caminar sin cuidado. No quieres carcajadas, no buscas ni cielos interesantes que fotografiar. No quieres apenas gente alrededor, no quieres escuchar más que un grupo, una sola canción en bucle. No rebatir a nadie por no discutir; por no querer, no quieres ni levantarte. No complicar las cosas. No hablar.
Sólo intentar reflejarte en otra pupila en la que estar seguro, y que se lleve la desazón de dentro.
No es tan difícil.

Para vivir ciertos momentos, no hay que pensar. No hay que llamar a viejos recuerdos que siembren el miedo. Ese miedo parásito del 'no ser tan (...) como debería' que arrasa con todo. Todo en mí. 
Para querer a las personas, no hay que compararse. Nunca serás otra persona; nunca habrá nadie igual que tú. Siempre me ha calmado pensar que quién nos quiere, encontrará un modo de permanecer en nuestra vida, o hará un hueco en la suya para nosotros. 
Quizá el truco esté en vivir en sintonía el instante que podemos llamar nuestro, este mismo, y quizá pensar en qué podríamos hacer mañana. Aprender de las diferencias y seguir. Confiar en que algo salga bien, en que yo también era digna de algo bueno, de merecer la pena.
No pienses de más.

El señor del banco de la calle paralela, ahora es conocido como 'el borracho', pero alguna vez, él sabe en qué lugar de su memoria, fue tratado precisamente de 'señor'.
Las circunstancias nos van haciendo bailar en terrenos que no elegimos. Que ni siquiera nos representan de algún modo. No se puede escapar uno tan fácilmente de la vida, y menos de la gente. Las personas somos un cáncer. Nos etiquetamos los unos a los otros, ponemos palabras por el mundo y hacemos que nos sigan, y nos siguen, porque siempre hay quién prefiere no pensar. 
Y cuando lo único que se pretende en el mundo es ser uno mismo, que tu propia definición de ti y de la vida sea la que se imponga a la hora de juzgarte, estamos jodidos, porque no se puede competir con la multitud, con lo que han decidido que seas.
Lo gracioso es que muchas veces esos descerebrados son los que aciertan cuando nos dicen que estamos nerviosos, tristes o simplemente raros, y lo ocultamos. Que pensamos que nos va mejor engañándonos a veces a ver si se pasa lo que se tenga que pasar. Y nos volvemos como las personas que siempre criticamos.
Como para entender algo...
Retorcerme en la cama completamente desprovista de prosa, con tan sólo el peso sobre los hierros, con tan sólo el sonido de los huesos, pidiendo estremecerse,
todavía
un
poco
más.
Y dejo aquí el trazar círculos con tizas, nunca ha servido hablar de lo que aún no existe ni de lo que alguna vez existió.
Y dejo la pala y paro de cavar, cuando ya no queda nada, porque ya sabemos el final.

Son más de diez años con el tormento a cuestas. Tachando los días, viviendo en la sala de espera, cogiendo los autobuses equivocados. Con profundas ansias sin denominación posible.
El anhelar que la siguiente etapa trajera algo de sentido a las cosas, en forma de personas o actividades, y acabar peor que al principio, donde no había cabida aún a traiciones y decepciones, donde al menos la duda era con uno mismo... no sé a dónde pertenezco, pero de este mundo no me siento. A dónde iré, que sea mejor que la sensación de dormir para no enfrentarme a ello. Quién me hará tener ganas de estar despierta.
Qué haré para no sentir que la vida es una lucha constante; que puedo, en algún momento, relajarme y respirar. Y estar, sencillamente, en un pequeño rincón de la ciudad que me permita ser yo misma. Sentir que no vivo para competir con nadie, que no vivo para ganar nada. Que las ansias eran de vivir mientras tenga la opción.


Rojo. Como tus ojos nada más abrirse. Como las primeras, las últimas horas. Rojo es el mar, el viento, cuando se enervan. Era el invierno y ahora no es más que lluvia. Rojo es todo lo que no haces. Es todo lo que se prende, lo que se emprende dejándose llevar. Los techos que te pones, son rojos. Las llamadas de cinco minutos. Rojos son números como el 1, como las islas como Ítaca. Tus labios, después de besar. Los desayunos en la cama. Rojas son las ganas de no volver a hacerse daño. O las ganas de estamparse sabiendo que van a cogerte después. El verano que no viene. Rojo es el corregirse. Asfixiarte en tu propia existencia. Rojos los latidos que se pierden cuando no se dirigen ni a ti mismo. Las ausencias, tienen matices rojos. Los celos. Preguntarse quién soy yo, preguntar quién eres tú. Rojo es el camino, o al menos, arder mientras lo andas.
Tienes que ser más avispada. Tienes que ser más correcta. Tienes que vestir mejor, tienes que vestir más como una chica. Tienes que sacarte una carrera. Tienes que sacar buenas notas. Tienes que dormir menos. Tienes que tener pareja (aunqueconesaropaquiénseibaafijar). Tienes que buscarte la vida. Tienes que saber más cosas. Tienes que acostarte pronto. Tienes que madrugar. Tienes que comer mejor. Tienes que ser más delgada. Tienes que ser menos vergonzosa. Tienes que conseguir un buen trabajo. Tienes que dejar de beber. Tienes que ser más disciplinada. Tienes que ordenarlo todo. Tienes que avisarme de las cosas. Tienes que dejar de agujerearte el cuerpo. Tienes que ayudarme (queyonopuedohacerlotodo) Tienes que buscar otros amigos. Tienes que dejar de pensar en tonterías. Tienes que caminar más recta. Tienes que hablar más. Tienes que cumplir con todos. Tienes que contar las cosas.  Tienes que salir menos. Tienes que tomar decisiones. Tienes que ser más madura. Tienes que aprender. Tienes que bajar de la inopia. Tienes que moverte más. Tienes que tener más morro. Tienes que pisotear si es necesario (otevanatorearsiempre). Tienes la vida por delante y no quiero que seas tú misma. 
Tienes que volver a empezar.
Creo que no se van a ir nunca de aquí. Sé que se estarán siempre, atormentándome los sueños. Confirmando mi torpeza cuando se me tuerza el mundo. Riendo los tropiezos. Siendo el eco de la inseguridad de los trece años. Y aún no asumo que tenga que convivir con ello. ¿Sabes eso de que no habrá paz hasta que una parte acabe con la otra...?
Cuántas estupideces habremos hecho por los demás. Cuántas veces habremos hecho estupideces "por nosotros". Decir que lo que haces es por el placer de sentir el egoísmo brotar en algún ínfimo espacio de dentro. Porque de otra manera, sería desmerecer el acto; porque, de otro modo, estarías echando balones fuera. Y somos conscientes al cubo, de que lo hacemos porque es necesario para seguir existiendo. No se trata de buscar ningún motivo externo... al revés, va directo a lo más profundo del pecho. Esa necesidad de necesitar a otro porque lo necesitamos. Así, redundante y pomposo. Empezar a agarrarte, encenderte, desnudarte, comerte, buscarte, pedirte y robarte, sólo por llenarme entera y rebosar, de lo que sea.
Lo único que me consuela es saber que alguna vez fuimos reales. Y la realidad pudo con nosotros.
Hay días en que, simplemente, comprendes que el punto de llegada es más parecido al de partida de lo que hubieras podido soñar. Las cosas dan vueltas, pero sólo eres consciente cuando el mundo permite que, por un milisegundo, asomes la cabeza por tu lado del asiento. Sentir la luz en la cara y el aire fresco.
Dicen que se puede volver al lugar, pero no al tiempo. Pero nadie cuenta con los que nos estancamos en ciertas etapas. Entonces, el tiempo nunca pasa. Por mucho que digamos que hemos cambiado, crecido, superado el pasado. Al final sólo eres una persona asustadiza y que se siente segura en lugares y pensamientos que nunca nadie conocerá.
Tengo un problema: escribir me hace llorar.
Uno no se siente solo, hasta que piensa en que lo está.
He leído mucho sobre este sentimiento, sobre esta pesadumbre, de saber que el mundo es el mismo con la propia ausencia. No es difícil estar solo, es peor lidiar con el pensamiento de que nadie te necesita o se acuerda de ti. Todos necesitamos sentir que somos... que no somos cualquiera.

Asúmelo. Eres de esas personas que no se acaban recordando. Que no trazan líneas en las vidas de otros. Que no marcan páginas.
Pasas desapercibido, como la vida alrededor, a tus ojos.
Amor no era, no podía ser.
Se nos hacía tarde los domingos,
se aburrieron nuestros nombres, se fueron las luces,
llegó el frío y nos fuimos a dormir con las buenas intenciones
devastadas.
Amor no era. No sé que podrá ser.

Duda contradictoria

No sé quién soy, y tampoco
si eso me convierte en un extraño.
Siento, reflexiono, deseo, hablo.
Grito a veces consignas
de las que no estoy muy seguro.
Mi aparente contradicción
sólo dice que no existe
tal indecisión en mi conformado ser
inconstante. No sé quién soy.
Borges no es Borges, es otro
y yo también, o tampoco.
Mi voz son muchas voces
y seguro que una de ellas es
la voz real que al afirmarse
sobre las otras, emerge
sacándome de mi duda.
Aunque puedo ser yo y más gente.
Uno de esos enfermos que al preguntarse
y responderse a sí mismos conforman
un diálogo grouchiano.
Ni siquiera sé si creo lo que digo.
No sé si en verdad dudo de quién soy.
No sé si son demasiadas dudas
para un solo poema.

-  Domingo C. Ayala (Marbella, 1981)

La ciudad de las palabras


A veces creo que triste
me siento más tranquila.
Quizá sea
una forma de luchar
con la mentira, o que hoy
no me queden más lágrimas
con que borrar tus huellas.
A veces creo que triste
es más fácil escapar
de la incoherencia:
pasear a solas, creer
en todas las mentiras
o en ninguna, dibujar
el escenario desnudo
de tu vida.

Sin adornos, armada
sólo con miradas, te ofrezco
inventar un mundo donde
de veras quepan las palabras.

- Elvira Lozano
He redescubierto antiguos placeres.
Me despierto, me cepillo los dientes,
hago lo que se espera de mí. No más.
Respondo de forma cortés, sonrío en silencio.
Camino y camino, deseo llegar y anclar la mirada en las historias,
que reposan en papel para servirme de refugio.
Tras seis meses, lo propio es dejar de esperar.
No levantarme ni alzar el peso del corazón sobre el suelo.
Me callo y asiento.
Ahora juego sola donde tú solías jugar conmigo.
Estoy sumida en el mutismo que supone que no existas.
No es recordar, la causa de esta sombra. 
Es la decisión de arrastrarme entre las palabras,
como alternativa a nada.




Me gustaría sentarme aquí, con un par de libros o tres. Los que necesite tener cerca.
Quizá también un cuaderno con suficiente espacio en blanco.
Respiraría despacio durante ese tiempo, no tendría que hablar. No habría nada, más que
rimas, personajes, historias cruzadas, finales eternos, problemas y desenlaces, y algo de tinta. Puede que, a ratos, música.
Lo tendría todo. Sería cualquiera. Estaría lejos.
El escenario del mundo real sería mi cabeza.
Nunca estaría sola.