Hablamos del abismo pero, ¿cuántos caben dentro de uno mismo? Todos tienen nombre propio y pasamos el tiempo descifrándolos y evitándolos sin motivo, pues saben de igual forma el nuestro. Si todos tenemos un abismo anclado, ¿cómo es que cuesta tanto hablar de él? ¿Es menos pesado si compartimos su carga? ¿Se funden, si los juntas, en uno más grande y pesado? ¿Acaso hay que evitar siempre estar al borde de la nada? ¿No hay también pájaros que rompen a volar sin saber si caerán? Sin ser conscientes de que hay una espesura que les arrastra, cierta gravedad. ¿Será también necesario conocer el abrazo del abismo para encendernos, proyectarnos o ser, al fin y al cabo, algo más? Entonces pasa irremediablemente el tiempo y saltamos de uno a otro, los coleccionamos, pero, ¿qué es lo que se va quedando por el camino? No somos los mismos de siempre. No deberíamos. Todo es inestable, frágil. Todo es cambio. Me hablas de tu carga, me alivias con la mía, y viceversa. Así es la danza de este siglo. Conversar sobre una inmensidad desconocida, elucubrar sobre las razones por las que estamos tan resquebrajados y nos hallamos donde estamos. Aquí vinimos solos pero siempre nos terminamos encontrando y, en algún plano, creo que lo logramos entender. Y así, sin más, sin gustarnos del todo las respuestas, también nos separamos. Cada uno con lo suyo. Con su penumbra en la pupila, de regreso a lo ordinario donde ya no nos cruzamos. Y, si hay abismo, no lo mencionamos aun siendo éste necesario, a pesar de ser algo cotidiano. Entonces pasará, recordaremos que nos sonreímos, que dijimos menos de lo que debimos, que negamos las heridas, obviamos las preguntas, la inquietud latente y así comienza el círculo otra vez. ¿Hasta dónde dejaremos que nos vean? ¿Cuántos tipos de abismo hemos cultivado? ¿Cuántos abismos hay entre nosotros que nos impiden mirarnos a los ojos? ¿Seremos abismos para otros?