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Tengo la experiencia suficiente como para saber que, cuando se pierde algo en la vida, hay que buscar el modo de reemplazarlo. No es un mecanismo deliberado, al menos no todas las veces. Tampoco se trata de sustituir lo perdido. El proceso puede parecer algo egoísta visto desde fuera, pero realmente no es más que la más pura forma de supervivencia, necesaria e irremediable. Todo aquel ente que pasa por nuestra vida provoca una pequeña revolución en nosotros, muchas veces se aprecia externamente pero lo que es indudable es que nuestro interior se modifica. Ya nada podría ser igual después, de hecho, nunca lo es, aunque el cambio sea simple, tan sutil, tan mínimo. Lo que viene tras la pérdida es un intento de restaurar el equilibrio natural, la homeostasis. Es un 'todo vale' cobarde pero justificado, como si viniera con receta.

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No, no es un trueno. Es sólo un estruendo. Un derrumbe. Algo cruje y suena, resuena, sin hacer eco. Los niños aún no se inmutan, los adultos se despiertan. Otra vez. Se enciende una luz en el Quinto. En el Primero los sueños aún danzan, libres, vuelan. Los amantes susurran, a oscuras, se tientan. Los niños se desvelan, las mujeres se asoman, los maridos se quejan. Ruido otra vez, qué es. El patio de cabezas, se llena de batas. Ha sido un petardo, gamberros, qué lata, no, no ha sido eso, es una tormenta, he visto rayos, señora no invente, policía, qué escándalo. Madrugan las cisternas, chirrían las puertas, las luces no se acuestan. Los amantes se entremezclan, despacio. Ruido más fuerte, más largo, más raro. Ahoga el jadeo, el llanto, el cotorreo. Muere el pudor, el silencio, se calma el viento. El cabecero, la pared, íntimo encuentro. Los niños se arropan, las mujeres se rinden, los maridos se duermen. El ruido crece y enlentece. Más abajo se sienten, se estremecen. Se han vivido, de noche. Se duermen.