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Otra vez esta manía tuya de regocijarte en la trascendencia. Por qué querer llegar un poco más allá del límite, una linea tan fina y leve y, a su vez, tan aplastante y pesada e incluso peligrosamente cercana. Por qué tratar de encaminar tu existencia hacia esa inexorable duda de la veracidad de todo aquello que lates. Por qué esas ganas de adentrarte tú sola en esa cruda niebla que no es capaz de sostener ni una mínima parte del pensamiento que ahora rumias dejando de lado cualquier razón o cualquier halo de realidad y el recelo que todo ello te produce. Y es que no te sirve la tan dura evidencia, lo que se estrella sin remedio y se dirige sin vacilar contra todos y cada uno de tus inestables sentidos, que aún pretendes ahondar más en esta profunda mirada de tristeza que puebla tu alma y todo lo que eres, sin saber siquiera si eres algo o cómo denominarte en cualquier caso. Ansias irracionales de buscar y palpar toda la materia que te envuelve en un sinsentido que otros llaman vida, destino, suerte o azar, desmenuzando las lineas que forma el aire y los chorros de viento que sesgan tu percepción de un mundo que ha perdido para ti todo el misterio que una vez pudo tener. Has partido los esquemas, has tratado de huir de la normalidad y ahora es ella la que te persigue intentando persuadirte de que no eres nadie más, nadie mejor que el resto, nadie que merezca el privilegio de pensar por sí mismo o de sentir algo que no venga en un diccionario, nadie que pueda evadirse y no forme parte de la burbuja. Absolutamente nadie.

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Y ahora que me encuentro a menos de un renglón de comprender el porqué de estos vacíos...

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Hace casi dos décadas me puse en pie porque era lo que se esperaba de mí. Motivos de supervivencia. Puede que también fuera porque mi escaso conocimiento del mundo me permitió intuir que podría verlo mejor desde más alto y, en consecuencia, entenderlo mejor. Debe haber una relación inversamente proporcional entre la altura y el entendimiento porque, tras todas mis vicisitudes personales, siento más ignorancia y menos comprensión que aquella primera vez en que di un paso por mí misma. Ahora el suelo parece agrietarse tras de mí más que el cielo, que ya no me llora encima por miedo, porque he teñido de sórdida una mirada que lleva tiempo perdida y sin sosiego. Años después y yo igual de pequeña, en ciudades de gigantes abatidos por el temporal, idolatrando las verdades de los que se creen sabios y ofreciendo un hombro donde reposar las mentiras de los petulantes. Especulando con su tiempo y mis distancias, he perdido la palabra engrandeciendo los oidos a la escucha ingrata y, no siendo santa ni demonio, he reconstruido mi vida en la observación indiferente de las andaduras de la gente y he aprendido a discriminar aquellos en los que reina la armonía o el mismo caos que han pretendido venderme, bordándome los sentidos, enloqueciendo mi voluntad. Sigo sin entender, pero ya no vuelvo a formar parte de la repugnancia de nadie, de los vicios de los que se restriegan en el espejo, de los que se pudren con falsos besos y muestras de cariño al peso, de vuestras sombras burlescas y deformes. No conseguiré entender, y tan sólo acabaré aumentando el inventario de errores.

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Cautela, señorita. Lo que sientes no es real. Llego a esa conclusión parándome innecesariamente ante el rojo de un semáforo de madrugada. Mi fallo es tratar de encontrar lo que no existe. Creer en las cosas que no son, ni tienen oportunidad de ser. No dejo de preguntarme si el motor de la existencia se halla en la naturaleza de cada uno. Si se decide, o te lo encuentras un día de frente. Si nos limitamos a sentir lo que venga o desechamos a nuestro antojo aquello que no logra convencernos. No me mires mal si algún día me sorprendes pidiéndote un sentido, aunque probablemente no obtendré respuesta alguna. Nadie logra contestar, ni siquiera sin usar las palabras. Prefiero que no usen las palabras, gracias. Pero ya no sé quién besa o abraza de verdad. Sin embargo, he sobrevivido, aunque no le des demasiada importancia. Sigo viva cuando vuestras miradas se alejan, aunque os cueste caer en la cuenta. Una vez me preguntaron y contesté que no. Ya es por manía. Pero es la verdad, hace tiempo que no sé escribir ni me gusta lo que escribo, porque hace tiempo que no sé sentir. Lo que siento no es real. Aun cuando el aire azota todas mis capacidades sensoriales, es sólo un instante, y después desaparece. Todo es efímero, relativo, incandescente. Nada permanece. Alguna despreciable pieza de esta máquina imperfecta no cumple su función y sólo consigo reiniciarme. En lo que hoy puedo creer, mañana habrá desaparecido. Es dificil confiar en uno mismo así. Y no dejo de subir a la superficie a respirar mientras pienso: "quizá sea esta vez", para volver a dejarme caer en manos de las mareas. No pasa nada, no es real. No le des tanta importancia. Un poco de calma...

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La gravedad me ha caído en el pie, y yo he caído en picado.

"Nada parece que haya cambiado. Fuera de las sombras irreales de la noche regresa la vida real que habíamos conocido. Tenemos que volver a tomarla desde donde la habíamos dejado y se apodera de nosotros un sentimiento horrible de necesidad de que continúe la energía en el mismo círculo de costumbres estereotipadas y aburridas, o quizá un anhelo salvaje de que nuestros párpados se abran alguna mañana en un mundo que hubiera sido remodelado de nuevo en la oscuridad para placer nuestro, un mundo en el que las cosas tuvieran formas y colores nuevos, y cambiado y con otros secretos, un mundo en el que el pasado rendría un lugar muy pequeño o ninguno, o sobreviviera de todos modos en una forma inconsciente de obligación o arrepentimiento, ya que hasta la rememoración de la alegría tiene su amargura y los recuerdos del placer tienen sus penas".

El retrato de Dorian Gray - Oscar Wilde

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Siete campanadas quiebran el silencio. Ya las había escuchado antes, las mismas, solo que parecía que había pasado demasiado tiempo. Eran las mismas que me devolvían a casa las largas tardes de colegio, mientras pasaban las horas y el paisaje gris y rojizo de los ladrillos al otro lado del aula, significaba libertad. Pero ahora, no sé si afortunadamente, me encuentro en otro lugar. Una primera planta de otro edificio, una habitación rectangular vacía, iluminada por unos pequeños focos en el techo y lo que queda de la luz del día irrumpiendo por una ventana detras de mí. Hay diez sillas de color amarillo pálido que llenan la estancia y yo ocupo una de ellas, la que está frente a la puerta. Desde ahí diviso otra en la que se lee un cartel de "Privado". Las paredes están pintadas de un color azul pastel, lo que me evoca inevitablemente a los juguetes de los bebés. Si tengo que esperar, no me importa hacerlo aquí. Hay algo en este lugar y en este silencio que me hace sentir cómoda.
Las paredes están colmadas de cuadros, los hay de varios estilos y temáticas, pero mi atención repara sólo en uno. Se encuentra a mi izquierda y está compuesto de tres partes: un cielo oscuro que anuncia tormenta contrastando con una Torre de Pisa lejana; un campo de espigas y, por último, en la mitad del cuadro hay un primer plano del rostro de una mujer cuya mitad izquierda se encuentra difuminada hasta que el marco establece el límite. Es una composición extrañamente familiar, no tanto por el paisaje como por los signos de falta de identidad expresados en el rostro de esa desconocida, probablemente inexistente, mujer de pintura. Quizás ella también se encuentra perdida. O ve su destino torcido como la torre que vela tras de sí. Me pregunto a cuántas personas habrá visto en esta sala, personas como yo que se la quedan mirando mientras el tiempo pasa, despacio pero paciente, lento pero sosegado. Me pregunto si ella también se encuentra esperando a que ocurra algo, así, como yo lo hago.