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Tengo un roto en el pantalón con el que a veces duermo. Supongo que se agranda cada noche un poco más, pero no lo noto. El día que menos piense, me lo encontraré demasiado rasgado y no podré volver a ponérmelo. Aunque le coges cariño a algo, los pantalones, al fin y al cabo, se reemplazan.
¿Pasa lo mismo con los descosidos del alma? ¿Se hacen más grandes cuando duermo, sin que me dé cuenta? ¿Llegará un día en que se hagan demasiado grandes que no haya forma arreglarlos? ¿Existen almas de repuesto por si ésta se me vuelve demasiado inservible?

*A todo el mundo le encanta saber que estás ahí, y gratis...

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Eres tangible. Tan predecible como un láser sin retorno apuntando a tus sienes. Tan alcanzable cual gas mortal inapreciable que se eleva del pulmón a tu cabeza. Cosas que no se oyen.
En este mundo paralelo yo te respiro y tú me expiras, me lastimas reteniendo el aire y caigo, más abajo y nunca dejo de caer, y más abajo aún, para dormir tranquila.
Por eso te tengo. No te tengo. Mi percepción distorsionada acerca de esta pertenencia me lleva a afirmar que entonces existes, pero no existes, por la razón ya mencionada.
Entonces estás y eres, no para mí, lejos de mí, a pesar de mi existencia colindante.
Entonces qué, te pregunto. Y no te pregunto, aunque siempre respondes.
Respondes, silencio. Mis silencios estresores.


*Y tan sólo darse cuenta de que caes en una realidad cuando es otro alguien quien la corrobora ante tu perplejidad.

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Eres un ser caminando una mañana temprana de noviembre que estrena la porción de sol que le ha tocado, con un gorro negro en la cabeza para no dejar escapar ideas de más. Eres una imagen en tres dimensiones algo difusa y confusa para los restantes millones de personas con las que compartes humo en tu ciudad.
Eres una ráfaga de aire para el que te intuye con prisa y un fantasma de ojos tristes reencarnado para el que te alcanza a mirar a la cara. Eres alguien de luto para la niña colegiala colorista y un ser raro para los pares de miradas arrugadas que caminan cogidos de los brazos.
Eres un fragmento de ti misma representado a segundos en el escenario de tu vida, eres un pedacito de lo que fuiste hace unos años y lo demás es una obra en construcción sin fecha de final. Eres una ilusión en tu cabeza que no consigue comprimir esa belleza de la que hacen gala los artistas y poetas que lograron cautivarte. Eres más que un hecho, eres el más vivo recuerdo de un alguien que serás algún día.
Eres quien no puede dejar de lado la pesadilla de convertirse en esa persona que recuerde con odio la que fue por no saber hacerlo mejor, la que es hoy, la que está aquí, la que escribe sin papeles pues los pierde, la que tiene miedo de preguntarte lo que no sabe, la que ahuyenta el tiempo e intenta el día y habla en balde.

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Hablaré de ti, desconocido. Con todas las grapas de mi ser.
Con todas las ansias de flotar por este humo amarillo que inventé.
Colgada de un espesor de donde no puedo caer. Soy del revés.
De noche me entra el hambre de conocer lo que no sé.
De día te arrastro a lo más profundo de mi piel.
Luego te vuelves noche de nuevo y después echo a correr.
No es segura esta distancia.
Me temo que he de desconocerte, desconocido.
El aire aquí no deja de escocer.
He amarrado el barco a la certeza de no volverte a ver.
Sin mares ni planes, ni claros horizontes de papel.
Ellas se apoderan de cada pobre recuerdo. La jovial tristeza. La dura cobardía.
Borré tu amanecer rompiendo mi dibujo.
La cera amarilla se volvió humo, y empezó a oler.

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Vidas que nacen y mueren; vidas que caminan ausentes o presentes, que difuminan pasos de cebra para vivir en gris. Vidas que gastan más de lo que tienen, que se desgastan y no son conscientes. Vidas que miran sin actuar, vidas que actúan sin pensar. Vidas que encuentran y luego pierden, vidas que destruyen otras vidas, que se destruyen a sí mismas. Vidas, allá a donde vayas, que aman y lo proclaman, o que odian y no hacen más que conjurar. Vidas que rebotan en las paredes, se caen y se vuelven a levantar. Vidas, todas valen la pena, la mente luego las perturba. Vidas que necesitas, vidas que te llaman a vivir... Vidas que gritan y estiran sus hilos de vida. Vidas... las que se derriten en las calles, las que observo desde mi ventana. Vidas que tienes en tu vida, a las que quieres ver esbozando una sonrisa...

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No todos hemos merecido el premio de ser felices. Puede que un día, mientras descubres el valor de la luz del sol estando en los bajos de tu alma, te topes conmigo. Te invitaré a pasar, charlaré contigo de la vida y de la gente, te regalaré un poco de agradecimiento; y te pediré que, por favor, al salir cierres con llave y apagues la luz. Olvida todo, olvídame, y sólo así podremos continuar tejiendo la soledad que hemos venido a compartir.

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Y el día pasó arrastrando la mirada por el pavimento y recogiendo toda la mierda, incluso la que uno mismo genera, para después, transportarla a casa sin que apenas pese y desprenderse de ella por cada rincón de los pasillos, para después tropezar con ella un lunes a las siete de la mañana con los ojos entreabiertos percibiendo aún desde el sueño, y caerse redondo al suelo, de donde nunca debió levantarse.

Y el día pasó. Y poco más.

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Tengo el alma y el pincel,
ahora ¿quién me dice qué hago con él?
Ya no me basto por mí misma,
ya no hay pistas, no hay nada
y no me llaman derrotista
por perder sólo una batalla.
No hay eterno sufrimiento,
pero no hay sombra que aparte este complejo
de no saber rimar los días,
de no tener fe en la vida,
que sólo son ecuaciones que no despejo.
Intento ver la luz, pero me mareo.
Siento que no hay medida, no hay libertad
y si la hay, la doy por abatida.


"Es preciso, ante estas ciudades, suspender el juicio hasta un día, hasta que repentinamente -o quizá poco a poco aunque esto apenas es creíble- tome forma una cosa que adivinamos que está presente y que no vemos, hasta que esa sustancia que se arrastra ahora por el suelo se solidifique, hasta que los que ahora ríen tristemente aprendan a mirar cara a cara a un destino mediocre y dejen vacías las construcciones redondas o elípticas de cemento armado para recogerse en la intimidad estrecha de sus casas".

Tiempo de silencio, Luis Martín Santos