Todas y cada una de esas personas se marcharon. Puede que fuera con el cambio del viento, o bien por la marea. Sí, creo que fue la marea. Pero no veo la luna que la haga cambiar, no sé dónde está ni porqué se lo ha llevado todo con ella. O puede que la luna sea yo, que me limito a estar en el vacío y que todo es por mi culpa.
Soy la mirada gélida que te seduce traviesa. Soy esos suaves labios de nieve mordiendo los tuyos, descendiendo impacientes. Soy la helada en la que te sumerges poco a poco. Mi lengua glacial por tu vientre humedeciendo tu respiración. Soy impasible iceberg contra el que peleas. Imperturbable escalofrío que te enciende y te estalla. Mi corazón de diamante te araña las entrañas; mis manos de cristal dibujando ardor sobre tu espalda cubierta de escarcha. Soy distante invierno que te abraza calándote el deseo. Soy el rocío al que excitas de madrugada, empañando las paredes. Soy la salvaje noche ártica culminando sobre tus sábanas blancas.
Me quedo la última y espero, a que todo esté en silencio. Luego, salgo de aquí dentro y bailo con la hora, la que sea, no importa. Me deshago en reproches, me entristezco pero no, no tengo tiempo. Entonces pienso, que a veces es lo mismo dormir y gritar, o ser parte de algo que no te provoca sentimiento. Es una revolución y se escapa, se me escapa sin haberla escrito primero. Entonces converso conmigo, leo en las paredes y cuento las gotas, las hojas, las pinceladas de ese Monet que me refugia. Y quiero irme, a rasparme las ideas a otro lado, muy lejos. A golpearlo todo para verlo de nuevo, sin esforzarme en recordar que ya habíamos perdido. A deshacerme de vivir. A buscar la perspectiva buena. A despedirme, aunque ya no quede nadie, porque todo está en silencio.
Ojalá hubiera una forma de recuperar todo aquello que hemos perdido. Así la nostalgia podría dejarnos vivir y nadie sabría lo que es echar de menos. En consecuencia, habría muchas lecciones huérfanas. Pero todos aquellos que dependemos bastante del pasado nos sentiríamos más liberados.

Qué pasaría entonces, si pudiéramos evitar perder lo que estamos a punto de perder. Lo que sabemos que, a ciencia cierta, se nos escapa de las manos. Que ya no habría que grabar en la memoria los últimos instantes, diciéndonos que son los últimos, mientras se nos rompe el alma intentando sin éxito agarrar eso que se va. Pero se ha ido ya.

No hay manera de recuperar, ni de impedir la pérdida. La solución es, pues, cambiar la actitud hacia todo ello. Manejar el dolor. Maquillarlo, empequeñecerlo, retrasarlo, ignorarlo. ¿Seríamos, de esta forma, quiénes somos u otros diferentes? ¿Nos hace eso, quizá, menos humanos?