Murk es pequeña, y casi siempre tiene hambre. Vive en el pasado porque es lo único que tiene, y practica petit point con sus recuerdos. Murk hace lo mismo cada mañana: guarda todo su universo en la mochila y sale a primera hora a caminar. Odia madrugar pero, desde hace casi un año, las parálisis de sueño le impiden disfrutar de ser marmota cuanto quisiera. Las rutinas unen a las personas, por eso se conoce a medio barrio,  aunque siendo vergonzosa siempre evita saludar. No es una persona muy sociable pero ella ya no se culpa a sí misma. Murk ha deseado la muerte tanto como el ser salvada. Le causa una terrible tristeza sentirse sola, pero sabe que la gente como ella tiene ese destino. Desde hace años siente asco por las personas que hablan por hablar, cree que es como una enfermedad de la ignorancia; todavía no ha encontrado a nadie que entienda los silencios que necesita. Siempre ha tenido claro lo que quería ser; o, más bien, en lo que no quería convertirse, aunque en ciertos aspectos ha dejado directamente de esforzarse. De las cosas que más odia en el mundo está la sensación de asfixia. Por suerte, es consciente de la brevedad de todo lo que le rodea, y sólo vive con la esperanza de empezar a disfrutar ciertas cosas de nuevo algún día.
(continuará...)

Hay quienes no hemos tenido una vida fácil, quienes no hemos conocido la felicidad. Llegar hasta aquí ha sido largo y cuesta arriba, tan raro como verse de aquí a unos años, en el futuro. Entonces, ¿cómo quieren que sepamos cómo se siente, que vayamos detrás de un fantasma, a ciegas, sin apenas ayuda externa, y un día, sin más, nos reconozcamos en una idea casi desconocida?

Vivir, ese montón de deudas que pagamos sin necesidad de dinero. Eso que nos deben y, muchas veces, nunca llega. Eso que damos y se pierde en cúmulos por el cielo. Eso que nos arrancamos por otro, porque creemos ciegamente que merecería la pena. Esa continua decepción, de no sentir que vales tanto como para cerrar el trato. Ese miedo a envejecer, y hacer que otros paguen las consecuencias de lo que hicimos o dejamos de hacer.
Hay días en que no buscas nada. No buscas tener una conversación interesante. No quieres andar con prisa ni pedir perdón cuando empujas a alguien por caminar sin cuidado. No quieres carcajadas, no buscas ni cielos interesantes que fotografiar. No quieres apenas gente alrededor, no quieres escuchar más que un grupo, una sola canción en bucle. No rebatir a nadie por no discutir; por no querer, no quieres ni levantarte. No complicar las cosas. No hablar.
Sólo intentar reflejarte en otra pupila en la que estar seguro, y que se lleve la desazón de dentro.
No es tan difícil.

Para vivir ciertos momentos, no hay que pensar. No hay que llamar a viejos recuerdos que siembren el miedo. Ese miedo parásito del 'no ser tan (...) como debería' que arrasa con todo. Todo en mí. 
Para querer a las personas, no hay que compararse. Nunca serás otra persona; nunca habrá nadie igual que tú. Siempre me ha calmado pensar que quién nos quiere, encontrará un modo de permanecer en nuestra vida, o hará un hueco en la suya para nosotros. 
Quizá el truco esté en vivir en sintonía el instante que podemos llamar nuestro, este mismo, y quizá pensar en qué podríamos hacer mañana. Aprender de las diferencias y seguir. Confiar en que algo salga bien, en que yo también era digna de algo bueno, de merecer la pena.
No pienses de más.

El señor del banco de la calle paralela, ahora es conocido como 'el borracho', pero alguna vez, él sabe en qué lugar de su memoria, fue tratado precisamente de 'señor'.
Las circunstancias nos van haciendo bailar en terrenos que no elegimos. Que ni siquiera nos representan de algún modo. No se puede escapar uno tan fácilmente de la vida, y menos de la gente. Las personas somos un cáncer. Nos etiquetamos los unos a los otros, ponemos palabras por el mundo y hacemos que nos sigan, y nos siguen, porque siempre hay quién prefiere no pensar. 
Y cuando lo único que se pretende en el mundo es ser uno mismo, que tu propia definición de ti y de la vida sea la que se imponga a la hora de juzgarte, estamos jodidos, porque no se puede competir con la multitud, con lo que han decidido que seas.
Lo gracioso es que muchas veces esos descerebrados son los que aciertan cuando nos dicen que estamos nerviosos, tristes o simplemente raros, y lo ocultamos. Que pensamos que nos va mejor engañándonos a veces a ver si se pasa lo que se tenga que pasar. Y nos volvemos como las personas que siempre criticamos.
Como para entender algo...
Retorcerme en la cama completamente desprovista de prosa, con tan sólo el peso sobre los hierros, con tan sólo el sonido de los huesos, pidiendo estremecerse,
todavía
un
poco
más.
Y dejo aquí el trazar círculos con tizas, nunca ha servido hablar de lo que aún no existe ni de lo que alguna vez existió.
Y dejo la pala y paro de cavar, cuando ya no queda nada, porque ya sabemos el final.

Son más de diez años con el tormento a cuestas. Tachando los días, viviendo en la sala de espera, cogiendo los autobuses equivocados. Con profundas ansias sin denominación posible.
El anhelar que la siguiente etapa trajera algo de sentido a las cosas, en forma de personas o actividades, y acabar peor que al principio, donde no había cabida aún a traiciones y decepciones, donde al menos la duda era con uno mismo... no sé a dónde pertenezco, pero de este mundo no me siento. A dónde iré, que sea mejor que la sensación de dormir para no enfrentarme a ello. Quién me hará tener ganas de estar despierta.
Qué haré para no sentir que la vida es una lucha constante; que puedo, en algún momento, relajarme y respirar. Y estar, sencillamente, en un pequeño rincón de la ciudad que me permita ser yo misma. Sentir que no vivo para competir con nadie, que no vivo para ganar nada. Que las ansias eran de vivir mientras tenga la opción.


Rojo. Como tus ojos nada más abrirse. Como las primeras, las últimas horas. Rojo es el mar, el viento, cuando se enervan. Era el invierno y ahora no es más que lluvia. Rojo es todo lo que no haces. Es todo lo que se prende, lo que se emprende dejándose llevar. Los techos que te pones, son rojos. Las llamadas de cinco minutos. Rojos son números como el 1, como las islas como Ítaca. Tus labios, después de besar. Los desayunos en la cama. Rojas son las ganas de no volver a hacerse daño. O las ganas de estamparse sabiendo que van a cogerte después. El verano que no viene. Rojo es el corregirse. Asfixiarte en tu propia existencia. Rojos los latidos que se pierden cuando no se dirigen ni a ti mismo. Las ausencias, tienen matices rojos. Los celos. Preguntarse quién soy yo, preguntar quién eres tú. Rojo es el camino, o al menos, arder mientras lo andas.
Tienes que ser más avispada. Tienes que ser más correcta. Tienes que vestir mejor, tienes que vestir más como una chica. Tienes que sacarte una carrera. Tienes que sacar buenas notas. Tienes que dormir menos. Tienes que tener pareja (aunqueconesaropaquiénseibaafijar). Tienes que buscarte la vida. Tienes que saber más cosas. Tienes que acostarte pronto. Tienes que madrugar. Tienes que comer mejor. Tienes que ser más delgada. Tienes que ser menos vergonzosa. Tienes que conseguir un buen trabajo. Tienes que dejar de beber. Tienes que ser más disciplinada. Tienes que ordenarlo todo. Tienes que avisarme de las cosas. Tienes que dejar de agujerearte el cuerpo. Tienes que ayudarme (queyonopuedohacerlotodo) Tienes que buscar otros amigos. Tienes que dejar de pensar en tonterías. Tienes que caminar más recta. Tienes que hablar más. Tienes que cumplir con todos. Tienes que contar las cosas.  Tienes que salir menos. Tienes que tomar decisiones. Tienes que ser más madura. Tienes que aprender. Tienes que bajar de la inopia. Tienes que moverte más. Tienes que tener más morro. Tienes que pisotear si es necesario (otevanatorearsiempre). Tienes la vida por delante y no quiero que seas tú misma. 
Tienes que volver a empezar.