Ódiate, por todo lo que te odiaron alguna vez los demás. Por todo lo que nunca fuiste ni serás. Por tu imagen en el espejo, ya que no es como pretendes ni tienes la fuerza de voluntad para cambiarla. Por tener esa incapacidad de relacionarte de una manera normal con cualquier otra persona. Por vivir más en tu cabeza que en el mundo. Por no entender a nadie ni haber dejado de intentar que alguien te entienda. Por no compartir metas y aspiraciones con la mayoría de la gente y no saber cómo vas a salir de esto, de esta situación de parálisis a todos los niveles.
Desde que tengo memoria, me he dormido bajo el brillito de las estrellas. Cada noche las estrellas trepan  por las paredes, con su leve tintineo y su susurro de madrugada. Tenerlas en el techo es una ventana al mundo de los sueños, donde no importa quién seas o qué deseas, ahí eres libre para alcanzarlo. Siempre las vi como algo temporal, encerradas en mi cuarto, como algo con lo que podía conformarme mientras aguardaba la verdadera noche estrellada, aunque fuese una sola, cada mucho tiempo, y valía la pena la espera.
Da miedo algo tan grande donde las estrellas ni siquiera son contables y parece que se te lanzan encima casi con violencia. Por eso a veces, no quiero salir de aquí y ver que el mundo es demasiado grande para mi, demasiado inmanejable.
Vas a morir esta noche, ha empezado la cuenta atrás para que detone el corazón. Una vida es insuficiente para todo. Pero una sola vida es suficiente. Es la enfermedad que termina con el diagnóstico. Y quieres morir porque te hartas de comer baldosines y de los laberintos que acechan, porque toda tu vida te parece inoportuna y te acabas excluyendo de tu propio abecedario. Te hartas de la insistencia del mundo en ausencia de cualquier luz, de la sed que no se sacia y del reconstruir; de comer mierda y de ser contenedor de vidas ajenas.


Mírate, inmóvil, comprobando a cada rato un reloj que no mide tu tiempo.
Tu cuerpo te aprieta y representa lo inútil, cada vez más lejano y lleno de dolores comunes.
Vives mareado, sabiendo que cuando te vayas del todo, nadie sabrá tu nombre.
La caída es abrumadoramente vertiginosa en días como estos. Alguien se cuela en tu cabeza y no eres tú. Tanto tiempo dibujando sobre la realidad es cansino, y es humanamente difícil intentar ahuyentarse de lo que se avecina. Es como pensar que el vacío es redondo y está situado en un lugar concreto, al que a veces acudes, pero en realidad escapa a cualquier definición y se asoma a todas horas. Ninguno vamos a ningún lado, salvo más cerca o más lejos de nosotros mismos; escapamos desnudos y los que escribimos guardamos el desastre para crear una bonita historia. El lenguaje se vuelve puntiagudo, casi febril, y nos hace agujeros en la piel, y siempre se harán más grandes, como las caries, y no puedes ignorarlo. Esa sensación de saber quién va a ganar, sea el juego que sea, y nunca eres tú. Nos extinguimos un poco en días como esos y huimos de los corazones que creemos no merecer, destrozándolo todo con miedo. Y ya nunca podemos volver a ser lo que hemos sido, ni siquiera en nuestra sola presencia. La fricción va dejando unas grietas, que a mí ya no me da pena estar al margen de todo eso que llaman 'mundo', ni sentir que soy muy tarde, ni amontonar cartas que no saldrán de mis fronteras, ni tener que sujetarme los huesos con las manos, ni que la gente olvide lo importante mientras yo lo tenga claro, ni permanecer muda cuando quiera hablar en nombre de una ilusión, ni la imposibilidad de responder ciertas preguntas que nacen en la sombra que asumo escrita para el resto de mis días.
Nunca he necesitado grandes emociones o aventuras para sentirme mejor, para sentirme viva. Lo único que necesitaba era que me devolvieras la mirada.
Creo que debería arrancarme el corazón y ponérmelo de sombrero. Porque pienso más con él que con la cabeza, me parece que desde que tengo memoria siempre ha sido así. Eso ha llevado a muchas roturas de todo tipo y dimensión, como se veía venir. Aún así parecía que merecía la pena, aunque eso no siempre se ha cumplido. Porque la desproporción y la falta de equilibrio llega a herir en niveles que no son de este planeta. Con todo esto, mantengo la esperanza de que no vuelva a pasarme, porque sobre todo intento defender mis valores hasta el final e intento equivocarme cada día un poco menos. Intento ser la mejor versión de mí que pueda, aunque sea una mierda igualmente. 
No creo que haya forma a estas alturas de arreglar en mí lo que está torcido. Uno tiene sus desperfectos, o se los hace, para que convivan hasta el último de los días. Quejarse es inevitable, a veces es por puro placer de maldecir; y ayudar, en verdad nunca sabré si ayuda. Poco importa. Lo que ocurre es que cada día es más complicado aceptarse aun con eso, con lo inservible y desadaptativo. Ser un sesgo andante, consciente de ello y con todo intentar fallidamente ser feliz, una y otra vez. Porque todo va empujando, dirección muerte, a pesar de no sentirse plenamente vivo. Creciendo con una mente débil y un corazón que apenas bombearía por sí solo. Un corazón en un cuerpo que, aun deteriorado, irremediablemente pone todo lo que le quede en conservar esa ilusión, hasta el final.

Quizá algún día, ya no existan por detrás esas voces bajo las cuales te sientes de rodillas. Y que el mundo o, simplemente, la gente con la que trates, no sea una egoísta hija de la gran puta. Y que reúnas el valor que te ha faltado para todo en algún momento. Y que las cosas en las que pones el corazón te salgan bien porque es la única manera. Y que la persona que te dice que te quiere se quede contigo, y que por fin algo sea de verdad.
Necesidades. Las básicas que conocemos todos. Las no menos básicas como la de necesitar expandirse en el mundo tal y como es uno. Y la de tener a alguien que te deje hacerlo, y a quien dejar ser él mismo. 
En las noches de verano, las más largas e insomnes, es cuando, más que nunca, se aparecen. Tienen caras amigables, se manifiestan a veces entre caras conocidas, entre voces familiares, aullando cerca de mi garganta, sin respetar espacios, tiempos, deseos, nada. Aparecen de repente pero nunca puedes olvidarte de ellos una vez que se van, porque lo impregnan todo con su hedor y te absorben el día a día mientras se refugian en tus miedos, en tus pesadillas, y así, sin querer, se van llevando tus ganas de todo. Son fantasmas, en ocasiones ni siquiera los tuyos propios. Perfectos fantasmas de otras vidas que te recuerdan lo lejos que estas de ser uno de ellos, de ser tan buena que puedas siquiera intimidar. Son ideas que te rondan la existencia sembrando el autodesprecio una vez que te comparas con ellas. La violencia en tu cabeza.
Fantasmas que te vienen a recordar lo que siempre supiste. No se puede luchar contra ellos...
Recuerdo que no había mucha luz y se escuchaba un ligero zumbido de fondo. Recuerdo que tenía muchas ganas de venirme abajo pero no sé qué sensación salida de no sé qué epicentro de otra vida (pasada, futura o incluso, paralela) conseguía apaciguar todo y me hacía estar tranquila, como si ya no mereciese la pena estar mal. Recuerdo que alrededor estaban todos aquellos que me han hecho daño, sin muestras de haberse arrepentido, y supe que ya no me dolía, habían ganado ellos porque yo ya no era más un problema. Recuerdo no haber deseado eso ni haber querido estar ahí, y sé que busqué alguna salida a cualquier parte pero desistí antes de encontrar cualquier indicio de algo que no fuera ese momento, porque no estoy segura ni de que fuese un lugar concreto. Aún así, no recuerdo lágrimas, ni tristeza. No era como sentirse vivo. Era como si fuese lo correcto, cuando sientes que algo es como ha de ser. Esa tranquilidad rara. Rara porque nunca te acabas de reconocer en ella. Como cuando creías que no estabas hecha para el mundo. Con esa intensidad, cosas que se saben, sin más. Recuerdo que me aliviaba saber que ya no tenía que esforzarme por algo ni sentirme insuficiente por nadie, esa presión del pecho se había fugado, con todo lo demás. Recuerdo que la sensación de tener nada fue la mejor que he experimentado nunca, porque cuando careces de todo no puedes perder nada; y si no hay nada, no luchas por nada. Nada por lo que seguir, nada que duela ni hiciese sufrir; ni siquiera la capacidad para querer nada, nada más que nada, entera para mí, toda por delante, hasta que no pudiera recordar absolutamente nada.