Recuerdo que no había mucha luz y se escuchaba un ligero zumbido de fondo. Recuerdo que tenía muchas ganas de venirme abajo pero no sé qué sensación salida de no sé qué epicentro de otra vida (pasada, futura o incluso, paralela) conseguía apaciguar todo y me hacía estar tranquila, como si ya no mereciese la pena estar mal. Recuerdo que alrededor estaban todos aquellos que me han hecho daño, sin muestras de haberse arrepentido, y supe que ya no me dolía, habían ganado ellos porque yo ya no era más un problema. Recuerdo no haber deseado eso ni haber querido estar ahí, y sé que busqué alguna salida a cualquier parte pero desistí antes de encontrar cualquier indicio de algo que no fuera ese momento, porque no estoy segura ni de que fuese un lugar concreto. Aún así, no recuerdo lágrimas, ni tristeza. No era como sentirse vivo. Era como si fuese lo correcto, cuando sientes que algo es como ha de ser. Esa tranquilidad rara. Rara porque nunca te acabas de reconocer en ella. Como cuando creías que no estabas hecha para el mundo. Con esa intensidad, cosas que se saben, sin más. Recuerdo que me aliviaba saber que ya no tenía que esforzarme por algo ni sentirme insuficiente por nadie, esa presión del pecho se había fugado, con todo lo demás. Recuerdo que la sensación de tener nada fue la mejor que he experimentado nunca, porque cuando careces de todo no puedes perder nada; y si no hay nada, no luchas por nada. Nada por lo que seguir, nada que duela ni hiciese sufrir; ni siquiera la capacidad para querer nada, nada más que nada, entera para mí, toda por delante, hasta que no pudiera recordar absolutamente nada.