No basta una luz para despertar.
No se trata del desayuno de por las mañanas,
de la leche fría o caliente con cereales,
de la cantidad de cacao que eches.
No basta la ducha de rigor,
el agua tibia que te envuelve,
la piel de gallina al empezar a vestirte.
No es cuestión de las canciones,
del tiempo que tarden en activarte,
por lo suaves o duras que sean.
No vale tampoco la claridad del día,
los ruidos cotidianos o las conversaciones entabladas,
con su menor o mayor nivel de profundidad.
El verdadero despertar llega mucho antes.
Aunque sea tarde en el tiempo.
Llega con él. Con el tacto.
Con perder la linea entre querer y necesitar.
Con pensar y que sólo importe,
que esté aquí, y empezar a volar
solamente con el privilegio de sus labios.
Ya no es temprano y, sin embargo, las personas entran y salen de la angustia, como la luz a los portales. No recuerdan cómo son, cuando no eran esto. Desde ambas partes, fuera y dentro, son todos lo mismo. Con una sombra diferente que tiene que empezar a recordar a golpe de despertador cómo se sonríe, como se dice hola y aprender de nuevo olores que más tarde romperán su equilibrio, como los amores clavados en oblicuo. La prisa les invade cuando les preguntas; algunos te confían en silencio que son un mar de dudas. Que caminan a otros lugares, a planetas transparentes, donde los antidepresivos tengan forma de clásicos acordes. Donde la exigencia no sea el horario sino sentir su propio nombre. Porque aquí no hay lugar para el cambio. Si la noche va detrás del día, la costra detrás de la herida, la melancolía tras la pérdida. Y dormir, dormir incesantemente tras la vida.