Me cabe en las manos, esa persona que sueña con dormir y duerme sin soñar. Me cabe entre los dedos, esa mujer que nunca lo será, que apenas está madura y nunca caerá del árbol. Es pequeña, siempre quiere despegar y alzarse pensando que fuera hay algo mejor, pero en cuanto lo hace siente el peligro y vuelve a su diminuto hogar. Tanto tiempo así ha hecho que su imaginación se desarrolle hasta tal punto que consiga tener un mágico poder: el de crear lo que ella desee. Como sólo puede usarlo una vez cada setecientos años, tiene que ser astuta para no desperdiciarlo. Habría tantas cosas que quería, empezando por la libertad. Estaba presa de sí misma. De sus manos ancianas. Y no quería morir sin haber conocido esas grandes sensaciones que recordar antes de expirar. Así que reunió toda su fuerza y creó un cetro. Un cetro de forma preciosa y colores brillantes en tonos verdes y malva. De él emergía un humo que ascendía tan alto que se perdía en la línea del horizonte. También tendría que ser inteligente a la hora de usarlo puesto que sus poderes eran limitados. Cuando llegaron los momentos previos a que debiera abandonar este mundo,  usó el cetro para experimentar una vez detrás de otra todo lo que para ella era desconocido. Así pues, dispuesta a ser feliz antes de abrazar la muerte, cerró los ojos y su vida comenzó a dar vueltas. El cetro hacía su trabajo, coloreando los alrededores de miles de colores, de halos de luces increíbles alrededor de su cuerpo casi inerte. Al cerrar los ojos, pudo ver el cielo. Se sentía ligera y ágil, podía girar y dar vueltas, acariciar esas esponjitas blancas que tanto había estudiado desde ahí abajo, con sus nuevas alas de ave. Saludó a los truenos, atravesó el arcoíris, se lanzó hacia los rayos y esquivó peligros. Cuando más emocionante estuvo la aventura, un destello de luz apareció y, de repente, tocaba la tierra. Corría rápido, la tierra bajo sus pies dejaba caminos de humo, el sonido de sus pisadas le encantaba y le hacía ir aún más deprisa. Avanzaba a través de una senda, el paraje era caluroso y sentía los matorrales arañarle la cara, pero le producía placer. Quiso gritar de felicidad pero lanzó un rugido que espantó miles de pájaros alrededor. Entonces comprendió. Paró y bebió agua de un lago cercano y, al ver su reflejo, sonrió. El destello volvió a aparecer y vio cómo sus manos humanas le quitaban el pelo de la cara, empapado, bajo la tormenta. Minutos después, el cielo se abrió en la oscura noche y aparecieron miles de millones de estrellas cayendo hacia ella, estrellas fugaces a las que no pidió ningún deseo.  Se tumbó y saboreó los instantes hasta que el nuevo destello apareció.  De repente apareció en un lugar abarrotado de personas, la gente la empujaba, tenía calor pero no le importaba porque se centraba en cantar y saltar, sentir la energía de ver a tus ídolos en concierto, sentir sus voces retumbar dentro, los instrumentos fusionados creando algo impresionante. Empezó a sentirse débil y supo que la siguiente sería la última cosa que viviera. Estaba en una habitación acogedora, era un cuarto algo desordenado con estanterías llenas de libros, cd’s y demás objetos. Ya conocía todo aquello, no era nuevo para ella. Se sentía feliz de estar ahí, supo que el viaje acabaría con lo mejor que le puede pasar a alguien. Escuchó ruidos en otra parte de la casa, y su estómago se encogió. Sonrió al oír los pasos acercarse y una tos inconfundible. La puerta se abrió y otra sonrisa sonrió a la suya. Y otra mirada se iluminó en el reflejo de la suya. Y otras manos se acariciaron sobre otras manos. Y unos labios se apagaron en otros labios. 



Visto mi cuerpo de un alma que no tengo y camino, sin descansar, me arrastro. 
Elimino la palabra "esperanza" de mi conocimiento y salgo.
Dejo que la insignificancia lo conquiste todo.
Me uno a los parásitos, me voy.

Grande Alejandra...


"Y yo me cubro, yo me envuelvo, me mezo en mi nostalgia preferida, me abrazo a la almohada y lloro, me avergüenzo de mi edad y no comprendo por qué, tan de repente, ya no soy una niña."
— Alejandra Pizarnik