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Sé que puedo encontrar la solución si pienso un par de veces el problema. Sé que me perderé ciento siete veces antes de dar con el paso que me conduzca al lugar adecuado porque, aunque no está tan cerca ni tan remotamente lejos como parece desde mis respiraciones, creo que tengo la manía de posponer las cosas que tienen el poder del cambio, de lo temporalmente estable, de lo que suponga el fin de la transición. Es tan cómodo flotar entre dos estados de ánimo y disfrutarlo sin el miedo a hundirte o estar hundida, sin más. De todas formas no existe el lugar adecuado. Tengo la certeza de que al llegar siempre prefiero cualquier otro, sea el conocido o el que quede una esquina más allá. Más bien se trata de la sensación de familiaridad o la incertidumbre de ver qué hay detrás de las puertas blindadas que llenan de pequeñas fronteras las grandes ciudades impersonales, las que nunca se apagan y nunca te permiten descanso. Me delato cuando hablo salvo cuando cuando no estáis pendientes de lo que hago, cuando no sóis una amenaza para mí, cuando me da igual que existáis en un mundo colindante. A veces siento repugnancia. Porque nunca me da igual nada, la verdad. Solo que a veces me veo cayendo en la trampa de ser, decir o hacer lo que otros esperan que sea, diga o haga. Qué más da ser tú mismo cuando las personas escuchan lo que quieren escuchar, de qué sirve un momento de felicidad si esa felicidad no es completamente sana. ¿Quién querría acaso ir llenando su vaso de instantes de placer prefabricado? O es que igual estamos destinados a ello o no damos para más. A hablar por hablar en habitaciones cargadas de humo donde a nadie realmente le gusta como sabe eso de fumar, a buscar soluciones entre frases de bestsellers con fórmulas revolucionarias para conmoverte, a pensar sobre lo que otros han pensado antes haciéndonos creer que tenemos mentes originales. Qué asco de vidas gratuitas. ¿Qué solución hay para los inconformistas?