Como una hoja de monstera.


Está tumbada sobre la alfombra. A veces lo hace sobre el suelo, es la mejor posición cuando necesitas tomar un respiro, según ella. Meditar, darle vueltas a un tema, dejarse llevar o caer en la ensoñación. Eso es, siempre lo hace cuando quiere escapar. Pero no es el caso. 

Está así porque su cuerpo ya no es lo que era. Es inevitable. Cuando tu trabajo es físico y, sin querer, caes en el agotamiento, algo se resiente. Todo va lento, muy lento. No sólo la recuperación, sino la vida desde ahí. Desde ese punto estratégico del salón, sobre la textura rugosa de una de las alfombras más baratas de Ikea. De fondo, el vecindario. 

Es un domingo lluvioso de diciembre. El típico cliché de película. Pero ella no se dedica a su familia, ni se acurruca bajo la manta o se calienta las manos con una buena taza de chocolate bajo la vorágine navideña. Se está recuperando y sus ejercicios exigen que esté así, tendida, concentrada, escuchando los errores del vecino del tercero que ahora toca una de sus canciones preferidas de La La Land al piano. Tiene gracia. 

Su mirada se centra en la planta que se eleva sobre su cabeza. No deja de comprarlas sin ser ella la mejor cuidadora. Aún así, sobreviven. Observarla desde ese plano contrapicado es verla con otros ojos. A pesar de no haberle dado todo el amor, el agua o el sol que merecía, los tallos han crecido y hay varios nuevos, abriéndose paso, y desde donde ella está mirando parece que tocan el techo. La hoja de monstera nace entera, es cuando madura que se va rasgando y se crean los surcos. No hay una igual, a cada una le cuesta lo que el tiempo considere. Ella sonríe porque son todas perfectas, con o sin pliegues, con sus motas marrones. Las ve crecer. Adaptarse a las condiciones que, en este caso, ella proporciona. Evolucionan a su ritmo con los recursos que tienen, como el chico del piano cada tarde de domingo. Como espera hacerlo ella. Hay que ser constante, se dice. Se obliga, en cierto modo, porque sabe que es un desastre. La planta también lo sabe. Todo debería ser más simple. 

Está tan cerca del suelo que cuando logra volver en sí siente la rigidez causada por el frío. Ojalá esa manta, el calor, la taza de chocolate. El piano sigue sonando de fondo pero ya no reconoce la melodía. Ella se incorpora y empieza a desnudarse, camino de una reconfortante ducha. Fuera sigue lloviendo y los charcos ya son profundos. Dentro, un nuevo brote empieza a crecer, tan pequeño que aún apenas se percibe.