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Cuando la noción de aquello que anhelas se acerca de tal manera que rompe toda distancia de seguridad y se vuelve tan sorprendentemente alcanzable, parece tan sumamente fácil estropearlo de cualquier modo posible y de carácter inevitable, casi desesperadamente, por un pavor innato y solemne hacia la idea concebida como inalcanzable de una felicidad construída desde su inicio con un material más sólido que las simples muecas alegres que deforman las caras en su máximo equilibrio. Estropearlo como si amase la destrucción de cada halo de luz que pueda adivinarse sobre la frontera del propio mundo pensando que pueda ser un ataque contra el mismo y lo dañe de alguna forma irreparable e imposible de reconstruir con los mecanismos y recursos de los que se hacen uso ahí. Estropearlo como si el mundo no fuera a ahogarse en sus propias lágrimas de ver cómo se aleja lo que pudo haber sido el comienzo de otra cosa que, sin saber si podría ser mejor o peor, merecía la pena.