Son más de diez años con el tormento a cuestas. Tachando los días, viviendo en la sala de espera, cogiendo los autobuses equivocados. Con profundas ansias sin denominación posible.
El anhelar que la siguiente etapa trajera algo de sentido a las cosas, en forma de personas o actividades, y acabar peor que al principio, donde no había cabida aún a traiciones y decepciones, donde al menos la duda era con uno mismo... no sé a dónde pertenezco, pero de este mundo no me siento. A dónde iré, que sea mejor que la sensación de dormir para no enfrentarme a ello. Quién me hará tener ganas de estar despierta.
Qué haré para no sentir que la vida es una lucha constante; que puedo, en algún momento, relajarme y respirar. Y estar, sencillamente, en un pequeño rincón de la ciudad que me permita ser yo misma. Sentir que no vivo para competir con nadie, que no vivo para ganar nada. Que las ansias eran de vivir mientras tenga la opción.


Rojo. Como tus ojos nada más abrirse. Como las primeras, las últimas horas. Rojo es el mar, el viento, cuando se enervan. Era el invierno y ahora no es más que lluvia. Rojo es todo lo que no haces. Es todo lo que se prende, lo que se emprende dejándose llevar. Los techos que te pones, son rojos. Las llamadas de cinco minutos. Rojos son números como el 1, como las islas como Ítaca. Tus labios, después de besar. Los desayunos en la cama. Rojas son las ganas de no volver a hacerse daño. O las ganas de estamparse sabiendo que van a cogerte después. El verano que no viene. Rojo es el corregirse. Asfixiarte en tu propia existencia. Rojos los latidos que se pierden cuando no se dirigen ni a ti mismo. Las ausencias, tienen matices rojos. Los celos. Preguntarse quién soy yo, preguntar quién eres tú. Rojo es el camino, o al menos, arder mientras lo andas.