...


La persona A coge las llaves, mira el reloj con recelo y sale de casa. Son las 9:17. Varios kilómetros más al norte, en otro punto de la ciudad, la persona B se dirige a la boca de Metro más próxima no sin antes parar de camino en el estanco a comprar tabaco, pero hay cuatro personas delante así que le llevará más tiempo del que pensaba. La persona A camina por las calles a paso acelerado. Al llegar a la altura de la parada del autobús que podría coger mira hacia atrás por si a éste le diera por doblar la esquina en ese preciso momento, pero no hay suerte y sigue caminando. La persona B baja las escaleras del metro sin prisa, busca el abono en el caos de su mochila perdiendo así un par de minutos más. Al fin lo encuentra y se dirige al andén de la linea 6 con dirección a Moncloa. Se cruza con una marabunta de gente con prisa que sube las escaleras y sabe que acaba de perder el tren. El siguiente pasará en tres minutos. La persona A sigue bajando la calle saltándose la mayoría de los semáforos en rojo y acelerando el paso, llega tarde y a pesar de que odia correr, ha de hacerlo. En apenas unos minutos está ya en Moncloa, cruza el primer paso de cebra y se dirige al segundo que está en rojo y siempre tarda más. La persona B se baja en la estación de Moncloa, sube distraída las escaleras mecánicas que le conducen a la salida del intercambiador nuevo y se dirige a cruzar pero el semáforo está en rojo así que se para detrás de unas cuantas espaldas desconocidas. La persona A se encuentra a menos de dos metros de la persona B. Ninguna se ha visto todavía, pero lo harán cuando se suban al autobús que les llevará a la Facultad. Se reconocerán. Sería el comienzo de algo. Probablemente si A hubiera llegado a Moncloa en autobús lo hubiera hecho mucho antes que B, y no se cruzarían por primera vez en bastantes meses. Si B hubiera cogido el metro que perdió entrando un minuto tarde a la estación de Sol, tampoco hubiera estado en ese semáforo a las 9:45. No hubieran coincidido en el mismo momento de sus vidas. Porque a veces las cosas tienen que pasar, aunque nos neguemos a creer que no ha sido por puro azar y porque, simplemente, a veces lo que queremos que suceda, sucede.

...

Te levantas con la sensación de pertenencia a este mundo dormida y, con toda las pretensiones de normalizar la situación, la vida se vuelve incontrolable. Empiezas a atrofiarte por dentro. Hasta que te confundes con todo, hasta que te vuelves reversible. Casi lo que no podrías ser. Lo que no existe. Pero estás ahí sin explicarte cómo, con los sentidos danzando por encima de tu cabeza, y un sentimiento de irrealidad que te produce una desesperación que para ti ya no es desconocida.