Por aquel entonces no te dicen que lo que estás viviendo va a suponer un antes y un después en tu forma de ver el mundo, en cómo te vas a relacionar con las personas e incluso cómo te vas a dirigir a ti misma de ahí en adelante.
Nadie te advierte, pero lo descubres enseguida, porque te obligan a crecer de un día para otro, o a estancarte en esa etapa, condenada a revivirla en bucle, para siempre.

En su día no se llamaba bullying. Se metía contigo algún compañero o compañera. Tus mejores amigas, sin ir más lejos. El concepto de amistad cambia irremediablemente. También lo hace el de la culpa. ¿Por qué a mí? ¿Qué les he hecho? Porque no entiendes que, hasta hace dos días, quienes 

bromeaban contigo y con quienes comentabas revistas absurdas ahora se ríen de ti, en tu cara, sin pudor. Y te lo tienes que comer. 


Te vas de ese nuevo infierno que se llama colegio, tu segundo hogar, en cuanto suena la campana y te refugias en casa. Te descubres escabulléndote de puntillas cada medianoche a la cama de tu madre, porque allí no puede pasarte nada, al menos por unas horas. Los viernes se convierten en tu día preferido del mundo y empiezas a temer los domingos que te rompen por dentro, tu cuerpo que se descompone anticipando lo que viene. 


Pasan los días, sigues sin entender. Intentas relacionarte con otras personas pero sólo existe miedo al rechazo y voces, que un día fueron familiares, cuchicheando de fondo, pero sólo consigues descifrar “patética”. Cualquier tiempo libre es una tortura, en las excursiones te sientas sola en el autobús porque “no me dejes con ella”. Te centras en el estudio por intentar no pensar pero es imposible. ¿Por qué tengo quince años y ya no tengo amigas?


Tu madre habla con tu tutor porque has explotado en casa y sólo lloras porque ya has agotado todo el valor para afrontar los días. El profesor intenta ayudar pero cuando menciona la palabra “amistad” en clase entiendes que a veces es mejor callarse, porque lo que viene después está lejos de mejorar las cosas.


Tienes 34 años, te despiertas un día cualquiera pero estás cansada y te cuesta hacer lo más basico, ducharte, vestirte, salir a la calle… y lo recuerdas. Has vuelto a soñar con ellas. Esta vez eran tus amigas pero la anterior era volver a revivir la pesadilla. Y la anterior a esa, también. De una forma u otra, siguen ahí. 


Recuerdas sus nombres y sus apellidos, aunque ellas puede que ni se acuerden de ti. Nadie te dice que no podrías empezar un día normal de tu vida por volver a ser una niña de quince años a la que le han destrozado el corazón.


Nadie te cuenta que los años después de terminar el colegio vas a caer sin remedio en relaciones tóxicas con gente que se aprovechará de tu baja autoestima en las que darás todo de ti por unas migajas de reciprocidad. Y además será tu culpa, por haber dejado que unas niñatas te dijeran lo que eras y lo que valías, y tú haberlo creído e interiorizado como ese Padre Nuestro que rezabáis a primera hora en clase, al que le pedías poder vivir tranquila como antes, pero tuviste que esperar a la Selectividad para poder hacerlo o, al menos, para no sentir el estómago encogido todas las mañanas por tener que volver a verlas.


Nadie te dice que la persona que eres podría ser otra completamente diferente. Puede que no tuvieras ciertos miedos o pudores, o que lo primero que te dices a ti misma sin pensar no es lo que actualmente es: una pequeña forma de autoflagelarte, el no creerte nunca suficiente. Porque cada día tomas una decisión dura para intentar que no te afecte, pero te preguntas tantas veces cómo sería si, simplemente, hubieras sido feliz, como las demás. Si algo cambiaría. 


Pero siguen siendo “bromas” sin maldad. Nadie sale herido. Unos pocos se ríen, con eso es suficiente. Muchos padres y profesores miran a otro lado, cómplices. Lo he vivido como profesora de prácticas. Se sigue alimentando ese sistema del fuerte contra el débil, de la mayoría contra la minoría, del “popular” contra el “diferente”. 


Eso es lo único que tienes, seguir siendo siempre rara, o sentirte sola, o ser débil. Pero nunca ser como ellas. 




Para recordarse


Nadie es imprescindible. Y menos los que te consideran prescindible.


No te sientas mal por haber hecho lo que pudiste, aun no cumpliendo tus expectativas.


La razón la mantiene quien puede, no quien quiere.


Tener un perro en tu vida es lo más maravilloso del mundo. Achúchalo todo lo que puedas.


Ventila tu vida, que entre el aire, respira y no te asfixies.


Doler va a doler siempre, hay que asumirlo. Se aprende a vivir con eso.


Deja.de.compararte.


Cuídate mucho, al final del día únicamente te tienes a ti, a solas con todo tu universo.


Cuida de igual forma a las personas que te quieren, se han ido perdiendo varias por el camino, pero las que permanecen son oro.


Deja de mirar los pomos de las puertas. Hay vida más allá. 


Pero sigue mirando al cielo, a las nubes, las estrellas, porque ahí es donde te vas a reencontrar.


Las cosas más importantes se rompen sin emitir sonido. Nos pasa a todos. Escucha.


La luz que entra por la ventana a media tarde es terapéutica. Aprecia cada momento por lo que es.


Sigue escribiendo, no importa sobre qué ni si lo haces bien. Lo que se queda dentro se pudre.


Si empiezas un proyecto, acábalo. Demasiados frentes abiertos te saturan la cabeza. Productividad. Paso a paso.


Aprende a cuidar tu cuerpo, trabajas con él. Aprende a querer tu mente y aprende a saber llevarla, es más bonita de lo que te piensas.


Vuelve a aquello que te ha hecho feliz. Lo más simple suele estar delante de tus narices. 


Lo que te dices a ti misma mueve tu mundo. No hay que castigarse tanto.


No vuelvas a dar consejos hasta que interiorices algo de esta lista. Hay mucho dementor suelto.


Nacer. Música. Morir.


La motivación intrínseca, recupérala.


… 


Hablamos del abismo pero, ¿cuántos caben dentro de uno mismo? Todos tienen nombre propio y pasamos el tiempo descifrándolos y evitándolos sin motivo, pues saben de igual forma el nuestro. Si todos tenemos un abismo anclado, ¿cómo es que cuesta tanto hablar de él? ¿Es menos pesado si compartimos su carga? ¿Se funden, si los juntas, en uno más grande y pesado? ¿Acaso hay que evitar siempre estar al borde de la nada? ¿No hay también pájaros que rompen a volar sin saber si caerán? Sin ser conscientes de que hay una espesura que les arrastra, cierta gravedad. ¿Será también necesario conocer el abrazo del abismo para encendernos, proyectarnos o ser, al fin y al cabo, algo más? Entonces pasa irremediablemente el tiempo y saltamos de uno a otro, los coleccionamos, pero, ¿qué es lo que se va quedando por el camino? No somos los mismos de siempre. No deberíamos. Todo es inestable, frágil. Todo es cambio. Me hablas de tu carga, me alivias con la mía, y viceversa. Así es la danza de este siglo. Conversar sobre una inmensidad desconocida, elucubrar sobre las razones por las que estamos tan resquebrajados y nos hallamos donde estamos. Aquí vinimos solos pero siempre nos terminamos encontrando y, en algún plano, creo que lo logramos entender. Y así, sin más, sin gustarnos del todo las respuestas, también nos separamos. Cada uno con lo suyo. Con su penumbra en la pupila, de regreso a lo ordinario donde ya no nos cruzamos. Y, si hay abismo, no lo mencionamos aun siendo éste necesario, a pesar de ser algo cotidiano. Entonces pasará, recordaremos que nos sonreímos, que dijimos menos de lo que debimos, que negamos las heridas, obviamos las preguntas, la inquietud latente y así comienza el círculo otra vez. ¿Hasta dónde dejaremos que nos vean? ¿Cuántos tipos de abismo hemos cultivado? ¿Cuántos abismos hay entre nosotros que nos impiden mirarnos a los ojos? ¿Seremos abismos para otros?