Imperdonable y vacía. 
Desierta de comienzos. 
Abatida.
Cuando rompí el mundo que conocía,
algo mío regresó al punto de partida. 
Eso que aún revuelve en tus escritos tratando de reconocerse,
o adjudicarse algunas de tus palabras.
Palabras que usabas tú para luchar en tus batallas imposibles.
Esas que me llegaron, sin ser para mí.
Palabras que me creí, porque tuve que creer que sí.
Para seguir.


La vieja amiga, la que siempre estuvo ahí.
Soñabas con su ausencia,
pero en realidad nunca se iba.
Se vestía de paseo, bajo el sol o la tormenta.
Se volvía aliento, esas noches a escondidas.
Entraba como el sol por los huecos de la persiana,
por las mirillas de los desconfiados.
Por tus poros, entraba y sucumbías.
Volvía y se regodeaba en todo eso que eres,
y serás, y no te abandonará.
Porque es ella, la única y verdadera.
La ansiedad.

¿Qué es lo que quedaba? Escribir.
Escribir me dijeron que hiciera.
Escribir era lo que quería hacer.
Sin saber de qué, sin razón, sin sentido.
Una vez terminado todo,
sin tener ánimo
ni gusto para nada.
Ya sólo quedaba sentir lástima y después,
quizá,
escribir.