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Me hace gracia que de todas las afirmaciones que hago sobre la vida, el mundo y la gente, probablemente, las que tienen menos riesgo de ser erróneas son las que se refieren a mi persona pero, sin embargo, todo lo que escribo sirve para darme cuenta de que a pesar de estos años no me he llegado a conocer casi nada.Cada palabra es un tanteo sobre mi cuerpo y mi cerebro, como cuando se siente el tacto adecuado de alguien también adecuado. Sentir un escalofrío y saber que igual estoy haciendo lo correcto. Pero nunca está claro qué es lo correcto y lo que no. Me atraen tanto las preguntas que nunca llegan a ningún lado. Y aquí es cuando voy a empezar a desvariar. Me atraen tantas cosas que hace tiempo llegué a la conclusión de que vivir podía ser algo grande que no puedes tomarte tan en serio porque en algún punto acabará. Todo lo vivido, absolutamente todo desde algo tan perfecto como un abrazo hasta una decepción, no me sitúa más que en el mismo punto sin retorno en el que ya me encontraba, probablemente pensando algo parecido y mordiéndome los extremos de las uñas. Hay manías que no se van, como los vicios. Y aquí podría decir mil cosas pero con mencionar los soberbios lacasitos es más que suficiente, y cómo este hecho sin aparente importancia se convierte en algo trascendental cuando se relaciona todo y un alguien te sorprende regalándote un tubo lleno de esas grageas de chocolate y te trae un momento de esos que dejan huella aunque nada crucial ocurra en ellos. Creo que eso es lo que me gusta, que las sorpresas nunca cesan si te dejas, porque las personas tenemos pinceladas de inquietud, incertidumbre e improvisación suficiente para que los días sean diferentes. De la misma forma me estoy sorprendiendo yo con esta vena repentina de positividad cuando el día está aquí peor que gris y la noche cae sobre un flexo a pocos centímetros de mí y el mundo me empuja irreversiblemente al estudio de teorías perceptivas con esta desconocida en mi interior bebiendo cafeína y hablando de tonterías.
Hoy no duermo.