Por aquel entonces no te dicen que lo que estás viviendo va a suponer un antes y un después en tu forma de ver el mundo, en cómo te vas a relacionar con las personas e incluso cómo te vas a dirigir a ti misma de ahí en adelante.
Nadie te advierte, pero lo descubres enseguida, porque te obligan a crecer de un día para otro, o a estancarte en esa etapa, condenada a revivirla en bucle, para siempre.

En su día no se llamaba bullying. Se metía contigo algún compañero o compañera. Tus mejores amigas, sin ir más lejos. El concepto de amistad cambia irremediablemente. También lo hace el de la culpa. ¿Por qué a mí? ¿Qué les he hecho? Porque no entiendes que, hasta hace dos días, quienes 

bromeaban contigo y con quienes comentabas revistas absurdas ahora se ríen de ti, en tu cara, sin pudor. Y te lo tienes que comer. 


Te vas de ese nuevo infierno que se llama colegio, tu segundo hogar, en cuanto suena la campana y te refugias en casa. Te descubres escabulléndote de puntillas cada medianoche a la cama de tu madre, porque allí no puede pasarte nada, al menos por unas horas. Los viernes se convierten en tu día preferido del mundo y empiezas a temer los domingos que te rompen por dentro, tu cuerpo que se descompone anticipando lo que viene. 


Pasan los días, sigues sin entender. Intentas relacionarte con otras personas pero sólo existe miedo al rechazo y voces, que un día fueron familiares, cuchicheando de fondo, pero sólo consigues descifrar “patética”. Cualquier tiempo libre es una tortura, en las excursiones te sientas sola en el autobús porque “no me dejes con ella”. Te centras en el estudio por intentar no pensar pero es imposible. ¿Por qué tengo quince años y ya no tengo amigas?


Tu madre habla con tu tutor porque has explotado en casa y sólo lloras porque ya has agotado todo el valor para afrontar los días. El profesor intenta ayudar pero cuando menciona la palabra “amistad” en clase entiendes que a veces es mejor callarse, porque lo que viene después está lejos de mejorar las cosas.


Tienes 34 años, te despiertas un día cualquiera pero estás cansada y te cuesta hacer lo más basico, ducharte, vestirte, salir a la calle… y lo recuerdas. Has vuelto a soñar con ellas. Esta vez eran tus amigas pero la anterior era volver a revivir la pesadilla. Y la anterior a esa, también. De una forma u otra, siguen ahí. 


Recuerdas sus nombres y sus apellidos, aunque ellas puede que ni se acuerden de ti. Nadie te dice que no podrías empezar un día normal de tu vida por volver a ser una niña de quince años a la que le han destrozado el corazón.


Nadie te cuenta que los años después de terminar el colegio vas a caer sin remedio en relaciones tóxicas con gente que se aprovechará de tu baja autoestima en las que darás todo de ti por unas migajas de reciprocidad. Y además será tu culpa, por haber dejado que unas niñatas te dijeran lo que eras y lo que valías, y tú haberlo creído e interiorizado como ese Padre Nuestro que rezabáis a primera hora en clase, al que le pedías poder vivir tranquila como antes, pero tuviste que esperar a la Selectividad para poder hacerlo o, al menos, para no sentir el estómago encogido todas las mañanas por tener que volver a verlas.


Nadie te dice que la persona que eres podría ser otra completamente diferente. Puede que no tuvieras ciertos miedos o pudores, o que lo primero que te dices a ti misma sin pensar no es lo que actualmente es: una pequeña forma de autoflagelarte, el no creerte nunca suficiente. Porque cada día tomas una decisión dura para intentar que no te afecte, pero te preguntas tantas veces cómo sería si, simplemente, hubieras sido feliz, como las demás. Si algo cambiaría. 


Pero siguen siendo “bromas” sin maldad. Nadie sale herido. Unos pocos se ríen, con eso es suficiente. Muchos padres y profesores miran a otro lado, cómplices. Lo he vivido como profesora de prácticas. Se sigue alimentando ese sistema del fuerte contra el débil, de la mayoría contra la minoría, del “popular” contra el “diferente”. 


Eso es lo único que tienes, seguir siendo siempre rara, o sentirte sola, o ser débil. Pero nunca ser como ellas. 




Para recordarse


Nadie es imprescindible. Y menos los que te consideran prescindible.


No te sientas mal por haber hecho lo que pudiste, aun no cumpliendo tus expectativas.


La razón la mantiene quien puede, no quien quiere.


Tener un perro en tu vida es lo más maravilloso del mundo. Achúchalo todo lo que puedas.


Ventila tu vida, que entre el aire, respira y no te asfixies.


Doler va a doler siempre, hay que asumirlo. Se aprende a vivir con eso.


Deja.de.compararte.


Cuídate mucho, al final del día únicamente te tienes a ti, a solas con todo tu universo.


Cuida de igual forma a las personas que te quieren, se han ido perdiendo varias por el camino, pero las que permanecen son oro.


Deja de mirar los pomos de las puertas. Hay vida más allá. 


Pero sigue mirando al cielo, a las nubes, las estrellas, porque ahí es donde te vas a reencontrar.


Las cosas más importantes se rompen sin emitir sonido. Nos pasa a todos. Escucha.


La luz que entra por la ventana a media tarde es terapéutica. Aprecia cada momento por lo que es.


Sigue escribiendo, no importa sobre qué ni si lo haces bien. Lo que se queda dentro se pudre.


Si empiezas un proyecto, acábalo. Demasiados frentes abiertos te saturan la cabeza. Productividad. Paso a paso.


Aprende a cuidar tu cuerpo, trabajas con él. Aprende a querer tu mente y aprende a saber llevarla, es más bonita de lo que te piensas.


Vuelve a aquello que te ha hecho feliz. Lo más simple suele estar delante de tus narices. 


Lo que te dices a ti misma mueve tu mundo. No hay que castigarse tanto.


No vuelvas a dar consejos hasta que interiorices algo de esta lista. Hay mucho dementor suelto.


Nacer. Música. Morir.


La motivación intrínseca, recupérala.


… 


Hablamos del abismo pero, ¿cuántos caben dentro de uno mismo? Todos tienen nombre propio y pasamos el tiempo descifrándolos y evitándolos sin motivo, pues saben de igual forma el nuestro. Si todos tenemos un abismo anclado, ¿cómo es que cuesta tanto hablar de él? ¿Es menos pesado si compartimos su carga? ¿Se funden, si los juntas, en uno más grande y pesado? ¿Acaso hay que evitar siempre estar al borde de la nada? ¿No hay también pájaros que rompen a volar sin saber si caerán? Sin ser conscientes de que hay una espesura que les arrastra, cierta gravedad. ¿Será también necesario conocer el abrazo del abismo para encendernos, proyectarnos o ser, al fin y al cabo, algo más? Entonces pasa irremediablemente el tiempo y saltamos de uno a otro, los coleccionamos, pero, ¿qué es lo que se va quedando por el camino? No somos los mismos de siempre. No deberíamos. Todo es inestable, frágil. Todo es cambio. Me hablas de tu carga, me alivias con la mía, y viceversa. Así es la danza de este siglo. Conversar sobre una inmensidad desconocida, elucubrar sobre las razones por las que estamos tan resquebrajados y nos hallamos donde estamos. Aquí vinimos solos pero siempre nos terminamos encontrando y, en algún plano, creo que lo logramos entender. Y así, sin más, sin gustarnos del todo las respuestas, también nos separamos. Cada uno con lo suyo. Con su penumbra en la pupila, de regreso a lo ordinario donde ya no nos cruzamos. Y, si hay abismo, no lo mencionamos aun siendo éste necesario, a pesar de ser algo cotidiano. Entonces pasará, recordaremos que nos sonreímos, que dijimos menos de lo que debimos, que negamos las heridas, obviamos las preguntas, la inquietud latente y así comienza el círculo otra vez. ¿Hasta dónde dejaremos que nos vean? ¿Cuántos tipos de abismo hemos cultivado? ¿Cuántos abismos hay entre nosotros que nos impiden mirarnos a los ojos? ¿Seremos abismos para otros?








Como una hoja de monstera.


Está tumbada sobre la alfombra. A veces lo hace sobre el suelo, es la mejor posición cuando necesitas tomar un respiro, según ella. Meditar, darle vueltas a un tema, dejarse llevar o caer en la ensoñación. Eso es, siempre lo hace cuando quiere escapar. Pero no es el caso. 

Está así porque su cuerpo ya no es lo que era. Es inevitable. Cuando tu trabajo es físico y, sin querer, caes en el agotamiento, algo se resiente. Todo va lento, muy lento. No sólo la recuperación, sino la vida desde ahí. Desde ese punto estratégico del salón, sobre la textura rugosa de una de las alfombras más baratas de Ikea. De fondo, el vecindario. 

Es un domingo lluvioso de diciembre. El típico cliché de película. Pero ella no se dedica a su familia, ni se acurruca bajo la manta o se calienta las manos con una buena taza de chocolate bajo la vorágine navideña. Se está recuperando y sus ejercicios exigen que esté así, tendida, concentrada, escuchando los errores del vecino del tercero que ahora toca una de sus canciones preferidas de La La Land al piano. Tiene gracia. 

Su mirada se centra en la planta que se eleva sobre su cabeza. No deja de comprarlas sin ser ella la mejor cuidadora. Aún así, sobreviven. Observarla desde ese plano contrapicado es verla con otros ojos. A pesar de no haberle dado todo el amor, el agua o el sol que merecía, los tallos han crecido y hay varios nuevos, abriéndose paso, y desde donde ella está mirando parece que tocan el techo. La hoja de monstera nace entera, es cuando madura que se va rasgando y se crean los surcos. No hay una igual, a cada una le cuesta lo que el tiempo considere. Ella sonríe porque son todas perfectas, con o sin pliegues, con sus motas marrones. Las ve crecer. Adaptarse a las condiciones que, en este caso, ella proporciona. Evolucionan a su ritmo con los recursos que tienen, como el chico del piano cada tarde de domingo. Como espera hacerlo ella. Hay que ser constante, se dice. Se obliga, en cierto modo, porque sabe que es un desastre. La planta también lo sabe. Todo debería ser más simple. 

Está tan cerca del suelo que cuando logra volver en sí siente la rigidez causada por el frío. Ojalá esa manta, el calor, la taza de chocolate. El piano sigue sonando de fondo pero ya no reconoce la melodía. Ella se incorpora y empieza a desnudarse, camino de una reconfortante ducha. Fuera sigue lloviendo y los charcos ya son profundos. Dentro, un nuevo brote empieza a crecer, tan pequeño que aún apenas se percibe. 

Y ya es octubre 

con su peso planetario



Y ese olor a castañas 

a canela y horno 

a hojas ardiendo 

bailando por última vez 

nublando el suelo 

enterrando la espera

y esa pena perenne 

que oculta el cielo 

y mi vida 

y ya no es más otoño

ni hay calidez

y ya no huele a hogar.


Con octubre ya no sé

me inmoviliza 

y vacía me contempla

esta oscuridad 

me comprime las entrañas 

muerta de miedo me agarro 

a donde sea 

y me arrastro 

a lo que sea

y enmudezco y sin querer 

revivo la noche en la que todo

se detuvo.



Octubre y ya son quince

meses que me ahogan 

y una sola la tristeza

la culpa

de no poder volver

de buscarte en algún mundo

de no ser 

de no saber qué te ilusiona

y ansiar 

pero no poder

llegar.


Si empezamos por dónde debimos comenzar, jamás llegaríamos a ningún lado. Si pudiera lanzar un deseo al universo podría ser el de volver a vernos en el mundo en que no nos separamos. Y ya no tener que ir a buscarte nunca más. Pero qué tendría eso de romántico. Acaso sería poético el tenerte sin pasar una vida entera persiguiendo eso que no fuimos. El recuerdo de tu mano en la mía deambulando por una calle cualquiera en la que solía tararear canciones totalmente desprovista de vergüenza o barreras. Pretendiendo ser felices. Sin saber que la vida era otra cosa en la que uno realmente se enamora de la nostalgia.

Son cerca de las ocho en algún lugar del mundo y yo, sentada en la cama, con una pila de ropa por ordenar a mi lado elijo ser totalmente improductiva lo cual no es muy maduro por mi parte. No sé si serlo implica planear lo que vas a comer esta semana o limpiar los sábados por la mañana. Hay una parte de mí que no creo que vaya a crecer nunca. Considero que es indispensable que esto pase para seguir abrazando la ilusión de esa forma que ya no se ve en la mirada de nuestros padres. Qué tristeza pensarlo, me da pánico crecer. Todo lo que puedo perderme si dejo de mirar al cielo. Hoy es una tarde de esas que huele a lluvia y tengo miedo. A veces me siento como una proyección de mí misma. Lejos, como si alguien quisiera agarrarme de la mano y yo no siento nada más que aire flotando. Creo que todo es mejor cuando no esperas nada. ¿Cómo será lo que sienten los demás sobre sí mismos? Me pregunto si también sufren insomnio. Si todos los ruidos del mundo los pueden escuchar en las horas en las que sólo debería haber sueños. Dime si a ti también te gusta el helado de menta y chocolate, o qué sientes tú al soñar.
Es inevitable sentirse algo indefenso. Unos aprenden y supongo que otros tratamos de no ahogarnos. Es una lucha constante en la que hubiera deseado ser otra persona, tener otras habilidades, estar hecha de otra pasta. Ya me lo dijeron una vez. Pero está bien.Todo lo que pasa te empuja hacia experiencias que tienes que vivir, dicen. Me aburren los tópicos y estoy tan cansada de las palabras. Hastiada por el tiempo, por el cambio. Es terrible sentir pena por lo que no serás o por lo que fuiste. Por lo que no puedes controlar pero, al fin y al cabo, se ha vuelto parte de tu esencia. Ellos lo etiquetan, lo llaman ansiedad, lo curan con pastillas. Esto es mucho más. Está aquí, salpicándolo todo. Lo siento dentro, como se siente que un órgano no acaba de funcionar bien, enfermo de algo que no se puede expresar con palabras porque parece un dolor de otra vida, que viene de antes incluso de haber empezado a andar. Será eso posible, será eso entonces una respuesta, un alivio para el día, una forma de seguir tirando por inercia. Será acaso lo que me dijeron una vez, que no estaba hecha para el mundo y yo he construido sobre eso. O es que es mucho tiempo cerca de Vilariño o de Pizarnik que ya no sé dónde está mi voz. Es inevitable sentirse absurdo ciertos momentos del día y recurrir a la escritura sin saber bien qué decir. Como esos tiempos en los que trataba de no ahogarme.
¿Hola?
¿Me lees?
No sé si queda alguien por aquí. Hace tiempo que le doy vueltas a algo que escuché en la radio, algo parecido a esto: "Escribo porque pienso que me lees". Hace mucho tiempo que siento que lo que escribo no te llega. Apenas lo hago. En mi cabeza es más fácil. Se pierde entre cientos de pensamientos irrelevantes, culpables y marchitos la mayor parte del tiempo. Y no tengo que asumir la realidad de lo que siento o esa nostalgia que me enferma.
"Leo porque pienso que me escribes" era la otra parte. Hubo un tiempo en que fue así. Quién no lo hubiera deseado, acaso. Soñar con ser visto.
Yo escribo, sobre el papel negro de mi cuarto, insomne y perdida, más madura. Escribo entre lo ordinario, en los transbordos. En cada canción que salto. Pero nunca escribo, porque escribir me duele. Te lo dije una vez, si me lees.
En noviembre toca olvidar,

o ser olvidado.
.
A veces volver no quiere decir quedarse, ni estar aquí es estar presente. Sueño con otros lugares, en los que el mar tenga un tono azul raro, bajo las nubes. O que yo me sienta rara, pero bien; no rara, pero en casa. Otra vez.
Empecé a escribir hace muchos años, muy temprano. Era una edad en la que mis compañeros robaban cigarrillos y bebían a escondidas los fines de semana. Quizá hacer como ellos me hubiera vuelto algo más popular, pero supongo que hay personas que no lo llevan dentro. Con el tiempo aprendí a sentirme algo más cómoda siendo fiel a mí misma.
He acumulado cientos de escritos, la mayoría en un lugar que muy pocos conocen y algunos otros que jamás verán la luz. No todos eran precisamente alegres, y tener esta afición a los 15 años sirvió para que varias de las que se decían "mis amigas" insinuasen que, si no era feliz, había otro lugar al que podía ir, antes que vivir sufriendo. Con mi corta vida, sin haber sido culpable más que de sacar lo que llevaba dentro, recibí la primera lección que iba a aprender de cómo es la vida y de cómo puede ser la gente. Por supuesto, se me vino parte de mi mundo encima y me sentí tan diferente que por un momento deseaba empezar de nuevo, deseaba ser otra persona porque, desde luego, hubiera sido mucho más fácil.
A día de hoy y viendo todo lo que he visto creo que las cosas no son mucho más diferentes. Mostrarse uno mismo tal y como es, es un riesgo. Desde fuera, una persona desde el sesgo de su propia experiencia o bien sin tener ni idea, califica como cualidades o defectos algunos hechos que, simplemente, son hechos, ajenos de cualquier opinión mediocre. En este mundo todos tienen una, se vomitan las palabras sin pensarlas. Se asume que las personas conviven con nosotros en cierto espacio y tiempo en una habitación, pero ¿qué pasa con intentar conocerlas? Es demasiado trabajo. Y olvídate, si eres una persona algo más introvertida. No merece la pena el esfuerzo. Sobre todo si eres la de los escritos, sueños, reflexiones y autores desconocidos.
Es entonces cuando la niña de los 15 años vuelve y te lanza una mirada que de sobra conoces, en algún lugar entre complicidad y resignación. Te dice que te entiende, que el mundo no ha cambiado mucho pero tú sí lo has hecho. Que debes, como aquella vez y siempre, ser fiel a ti misma. Aunque haya que disputar pequeñas luchas con los que no quieran o no puedan entenderlo. La vida sigue teniendo cosas bonitas reservadas y muchos, muchos cientos de escritos más por acumular.
Hacen faltas más odas a uno mismo por ser tan personas en este mundo tan de inhumanos. Hace falta más mirarse y decirse: adoro mi sonrisa, aun teniendo un diente resquebrajado. Aunque todo esté empañado, adoro tener días malos. Escribiré, lloraré, no querré saber de nadie y luego volveré a ser la que era. La forma en que a veces aparento saberlo todo cuando es imposible que yo pueda querer eso, la forma en que oler los libros y acariciar las portadas me confirma que ahí dentro hay una cura para el alma. Y bailar a solas, tocar la pared congelada las noches que no puedo dormir. El querer estar tranquila, el tener un poquito de miedo a las emociones. El sentir el vértigo del llano. El odiarme algunos días, el odiar verme a través de los ojos que nunca me han querido. El tener algo en mis ojos, que sólo me hace mirar hacia arriba. Porque hay muchas estrellas bonitas y nubes raras, en este mundo de inhumanos.

Te perdí en una estación, creo que fue al final del invierno del año en que al mundo aún le quedaba algo de cordura. Hay, en algún lugar, un Madrid que nos dio una oportunidad más y un parque que apostó por nosotros, entre cientos. Hay tantos mundos en el mundo, que aun sabiendo dónde estás ya no sé el camino. Es un arte olvidar, escribirnos con minúscula en la historia. Volver a quedarse en blanco en el mismo ensayo de siempre. Yo no me he curado de no haberte vivido, pero eso sigue sin tener significado en este lado de mi pared. La realidad parece una, la realidad hay que escaparla. Te escribo en una calle abandonada, esperando que oigas el eco.
Acabé por difuminarme con los muebles, me volví color pared de una habitación a oscuras.
No necesito los días como hoy. No necesito tener que buscar la forma de explicar cómo estos días me hacen sentir, todo lo que pueda decirte es inexacto y me da rabia no ser precisa, pero insistes y más rabia me da no poder decirte que no. Creo que a todos nos pasa lo mismo tarde o temprano, un día llega y, lejos de sentir que avanzas, te encuentras en un lugar que flota, como si se hubiera parado el tiempo en el aire. Cualquiera que no haya vivido algo así dirá que suena agradable. No es así. En ese día no hay calma, sólo hay inquietud, agobio y una especie de angustia. Es leve, pero está ahí. Cuando es más grave y regular lo etiquetan, lo llaman ansiedad. Entonces aparece el miedo. Echas la vista atrás y te planteas qué has hecho bien o mal, cómo has llegado hasta aquí o qué quieres que cambie, qué maneras hay de llegar a cualquier otro lado. No es que te sientas completamente mal por ello, al fin y al cabo hiciste lo que podías o querías en ese momento, pero no estás del todo satisfecho. La esperanza, en ese día, no existe. Las horas se hacen eternas y vuelven a la mente esas personas que te han fallado en el pasado, son imágenes fugaces que estaban latentes pero aparecen siempre en ese momento. Luego, al dormirte, sueñas con ellas. No es la primera vez. Uno se siente algo inútil. Son días extraños y la experiencia de haber tenido muchos es que sabes que son sólo eso y acaban pasando a pesar del mal sabor de boca. De igual forma que otro día, sin razón, volverán. Y eso es así. Cuando los detectas, intentas apartar esos pensamientos negativos todo lo que puedas, te dices que mañana será diferente porque encontraremos otras cosas que hacer, que nos motiven de otra manera. Que viviremos experiencias diferentes y estaremos tranquilos. Eso es lo que quiero. Tranquilidad, y que los días malos pasen rápido, que alguien pueda entender lo que me pasa.
A veces, de madrugada, muy muy de madrugada, casi a esa hora en la que sé que va a empezar a entrar luz por la ventana y definitivamente no voy a poderme dormir, a esa hora, pienso en que tú duermes y siento rabia. A veces, me pregunto la razón por la que fui sólo un punto y final y jamás volviste a poner una coma más para seguir conociéndome pero, aún así, no es por ti por lo que me siento insuficiente para todos. A veces imagino que tu libro o poema favorito es el mismo que el mío, y que luego descubro cientos de cosas increíbles y empiezo a maquinar algo genial que poder regalarte porque sí, sin fecha, y engañarme otra vez más. Otras veces, mi mente se excita y las cosas que imagina son más imprudentes y caóticas pero todas comprenden nuestras bocas y toda la ropa que pueda pintar por el suelo de mi cuarto. A veces creo que voy a odiar para siempre la canción que siempre me ponía mientras esperaba y seguía esperando porque me lo pedían mis músculos y mis huesos y todo el agua de mi cuerpo, para después entender que siempre iba a ser de las que odian. A veces me hacen creer que el silencio no vale de nada, o que una mirada no es importante y estoy cansada de no saber luchar contra todas esas voces que me dicen "no deberías" cada vez que pienso en mí misma o en lo que es justo hacer aquí, en mi pecho. A veces creo que escribir sobre cosas tristes no me hace una persona triste; sólo una persona a la que le han pasado algunas cosas tristes y que desea, ante todo, ser una persona más feliz que se libera un poquito más con cada texto y aprender a vivir con ello sin romperse. Pero a veces me rompo y punto, y lo único que tengo no es más que un pozo roñoso, profundo y nada acogedor, pero mi mano no alcanza la superficie y no puedo salir, el tiempo es quien decide cuándo porque el tiempo es quién decide casi siempre. A veces es ridículo esperar que sí, que estando quietecita va a venir alguien a salvarte pero sé que es maravilloso cuando, de la nada, sale una mano que agarra tu mano con fuerza y no te suelta, cuando una masa de gente se aproxima en el centro de la ciudad y piensas que la frase I won't cross these streets until you hold my hand ahora es más literal que nunca. Algunas veces veo monstruos cuando la luz está apagada y les pregunto por su vida de monstruo; les digo que en este cuarto siempre serán bienvenidos cuando quieran un poco de tranquilidad aunque no sepa hacerles reír más que torpemente y contar chistes se me de fatal, pero puedo escuchar sin asustarme y, desde entonces, cuando les abrazo, son más blanditos. A veces haría películas con todo, todo todo, y así recordar las cosas que no hemos procesado; las que olvidamos al recuperar la imagen mental de aquel momento,  entonces haría un círculo junto con la sensación y, al volver atrás, descubrir detalles nuevos cada vez. Siempre se trata de círculos.
A veces creo que nada tiene sentido y que no hay ninguna cosa ni ninguna persona que pueda hacer algo contra eso. Entonces, encuentro la música de nuevo, la redescubro y hago el amor con ella. A veces no hay tiempo de explicar. A veces quiero un corazón nuevo.

Qué complicado el miedo, ¿verdad? Qué retorcido.
El miedo a sentir que no aproveché bien el tiempo. Miedo a aburrirme de vivir.
Que quizá nunca tenga la oportunidad de ser como quise ser. Que me quede a medio camino de todo.
Miedo a no haber sido lo suficientemente clara conmigo misma, con el resto, y haber perdido oportunidades de ganar algo. Miedo de haberme equivocado.
Ese miedo a que no haya recompensa al final por todo lo sufrido. El miedo de saber que no hay ninguna.
Miedo a olvidar o perderme. Miedo a acostumbrarme a vivir de la nostalgia.
Miedo a ser como todo el mundo. O que el rechazo continúe hasta el final por no serlo.
Miedo a no ser suficiente para nada, para nadie. Miedo de dejar de creer en mí.
Miedo a no encontrar el equilibrio entre emocionarme y sentir tristeza.
Miedo a que nunca se vaya la ansiedad. A que se vaya, y comenzar a vivir por mi cuenta.
El miedo a vivir. O a tener que pasar una vida sin saber qué es eso.



Espero que no te importe llevarte la piel contigo si vas a arañarme. 
Si vas a robarme tiempo, esconde todos los relojes, hazme olvidar en qué época vivo de aquí en adelante. 
Si vas a herirme, deja una grieta abismal, de esas que cubren el alma en cicatriz. Que la marca sea un tatuaje nuevo en mí. 
Si vas engañar, traiciona hasta a mi sombra. Hazte llamar por otro nombre, cambia, disfrázate de otra persona. 
Si vas a gritar, asegúrate de que tus aullidos me dejen sorda. 
Si vas a irte, recoge todo lo que has mejorado, perdido o roto. Recoge los trozos.
Pero, sobre todo, si vas a hacer algo de esto, quédate allí.
No quiero que vengas, no quiero que aparezcas.


Ha llegado por fin. La lluvia ha llegado a Madrid. Lo ha sumergido todo en desconcierto y un aire de melancolía. La tormenta repentina y deseada. La ciudad se estanca y parece desordenada, sombría, pero para mí es el momento en el que más viva está. Los lienzos espontáneos por culpa del vaho. Las primeras hojas de la estación nadando presumidas en los charcos que hacen de espejo para el manto acromático que se extiende en el cielo. Los colores de la temporada se engrandecen en estos, los primeros momentos en los que comienzo a sentir orgullo por ser de aquí, por volver al calor del hogar un otoño más al que espero sobrevivir.


Qué importa ya, septiembre, a dónde hayas ido. Has consumido hasta los mares.


"Voy a agonizar y voy a perder esto escaso que soy y me dejaré caer hasta no verlo. Hasta sentir ausencia y tenerlo todo claro, convertirlo en hueco y no percibir nada, y esperar paciente esa luz que me deslumbre. Hasta negarme cien veces y olvidarme, por fin, rasgarme los costados y volverme esqueleto hasta partirme. Dividirme, y trastornarme mientras trato de encontrarme, porque sé que habito en mí. Y lo hago, agonizo, sudo y sangro, busco el problema a ciegas dentro de un espacio blanco que chirría. Y balbuceo, doy vueltas de nuevo y muero de rabia. Que no entiendo porqué sólo deseo no estar, porqué sólo me reconforta el olor del frío."
Todas y cada una de esas personas se marcharon. Puede que fuera con el cambio del viento, o bien por la marea. Sí, creo que fue la marea. Pero no veo la luna que la haga cambiar, no sé dónde está ni porqué se lo ha llevado todo con ella. O puede que la luna sea yo, que me limito a estar en el vacío y que todo es por mi culpa.
Soy la mirada gélida que te seduce traviesa. Soy esos suaves labios de nieve mordiendo los tuyos, descendiendo impacientes. Soy la helada en la que te sumerges poco a poco. Mi lengua glacial por tu vientre humedeciendo tu respiración. Soy impasible iceberg contra el que peleas. Imperturbable escalofrío que te enciende y te estalla. Mi corazón de diamante te araña las entrañas; mis manos de cristal dibujando ardor sobre tu espalda cubierta de escarcha. Soy distante invierno que te abraza calándote el deseo. Soy el rocío al que excitas de madrugada, empañando las paredes. Soy la salvaje noche ártica culminando sobre tus sábanas blancas.
Me quedo la última y espero, a que todo esté en silencio. Luego, salgo de aquí dentro y bailo con la hora, la que sea, no importa. Me deshago en reproches, me entristezco pero no, no tengo tiempo. Entonces pienso, que a veces es lo mismo dormir y gritar, o ser parte de algo que no te provoca sentimiento. Es una revolución y se escapa, se me escapa sin haberla escrito primero. Entonces converso conmigo, leo en las paredes y cuento las gotas, las hojas, las pinceladas de ese Monet que me refugia. Y quiero irme, a rasparme las ideas a otro lado, muy lejos. A golpearlo todo para verlo de nuevo, sin esforzarme en recordar que ya habíamos perdido. A deshacerme de vivir. A buscar la perspectiva buena. A despedirme, aunque ya no quede nadie, porque todo está en silencio.
Ojalá hubiera una forma de recuperar todo aquello que hemos perdido. Así la nostalgia podría dejarnos vivir y nadie sabría lo que es echar de menos. En consecuencia, habría muchas lecciones huérfanas. Pero todos aquellos que dependemos bastante del pasado nos sentiríamos más liberados.

Qué pasaría entonces, si pudiéramos evitar perder lo que estamos a punto de perder. Lo que sabemos que, a ciencia cierta, se nos escapa de las manos. Que ya no habría que grabar en la memoria los últimos instantes, diciéndonos que son los últimos, mientras se nos rompe el alma intentando sin éxito agarrar eso que se va. Pero se ha ido ya.

No hay manera de recuperar, ni de impedir la pérdida. La solución es, pues, cambiar la actitud hacia todo ello. Manejar el dolor. Maquillarlo, empequeñecerlo, retrasarlo, ignorarlo. ¿Seríamos, de esta forma, quiénes somos u otros diferentes? ¿Nos hace eso, quizá, menos humanos?

Imperdonable y vacía. 
Desierta de comienzos. 
Abatida.
Cuando rompí el mundo que conocía,
algo mío regresó al punto de partida. 
Eso que aún revuelve en tus escritos tratando de reconocerse,
o adjudicarse algunas de tus palabras.
Palabras que usabas tú para luchar en tus batallas imposibles.
Esas que me llegaron, sin ser para mí.
Palabras que me creí, porque tuve que creer que sí.
Para seguir.


La vieja amiga, la que siempre estuvo ahí.
Soñabas con su ausencia,
pero en realidad nunca se iba.
Se vestía de paseo, bajo el sol o la tormenta.
Se volvía aliento, esas noches a escondidas.
Entraba como el sol por los huecos de la persiana,
por las mirillas de los desconfiados.
Por tus poros, entraba y sucumbías.
Volvía y se regodeaba en todo eso que eres,
y serás, y no te abandonará.
Porque es ella, la única y verdadera.
La ansiedad.

¿Qué es lo que quedaba? Escribir.
Escribir me dijeron que hiciera.
Escribir era lo que quería hacer.
Sin saber de qué, sin razón, sin sentido.
Una vez terminado todo,
sin tener ánimo
ni gusto para nada.
Ya sólo quedaba sentir lástima y después,
quizá,
escribir.


Cuántas cajas van ya, de esas de llenar con regalos, peluches, notitas, cartas breves, cartas largas. Arena de esa playa. Fotos de aquél día. Cajas llenas de promesas, en definitiva. Cuántos años llevas pidiendo las cosas 'por favor' y respondiendo 'gracias', esperando el turno con paciencia y callando cuando ves que otros se cuelan. Cuánto tiempo soñando con las mismas personas, distintos traumas, igual resultado: amargándote los días. Cuánta vida guardando dentro contestaciones que merecían otros, cultivando la rabia y la frustración que otros pagan contigo sin sentirse culpables.  Cuánta salud tirada por la ventana, y cuánto corazón en la basura, por elegir a las personas equivocadas con las que compartir las aventuras. Cuánto tiempo devaluando tu cuerpo y tu nombre, descuidándote a ti mismo por tratar de cubrir otras necesidades antes; por intentar llenar tu alma dependiendo de otras. Cuántas islas has formado dentro de tu mundo y tu casa, creyendo que podrías estar mejor así, creyendo que así podrían no volver a tocarte. Cuánto poder haber arreglado esos ladrillos, o haber mejorado algo. Cuántos noches insomnes pensando en las cosas que podrías haber hecho mejor, en el daño que tu también pudiste causar. Cuántos textos traduciendo sentimientos en papel, buscando alguien que no se asustase al leerlo. Y, más allá, rozando la locura: entenderlo. Cuántas llamas te han soplado, cuántas ilusiones reventadas con solo una palabra o gesto, por esa vulnerabilidad dichosa aprendida. Cuánta torpeza en tus actos, recayendo en antiguos errores, creyendo que siendo imperfecto puedes perderlo todo de nuevo. Cuántas formas reprimidas de ti mismo, sin reconocerte en nada, sin inquietud por descubrir cosas nuevas, con demasiada pereza para añadir algo criticable a tu vida. Cuántos gritos has ahogado, por no herir ni preocupar, por preferir hacer las cosas simples, por pretender que así evitabas el problema; mientras éste crecía dentro de ti, mientras te hacías mayor pensando que las maneras correctas y las opiniones válidas eran las de otros. Cuánto daño acumulado por tener una personalidad más hacia dentro, refugiada en cuatro nubes aleatorias en el cielo y en unos cuantos infantiles sueños débiles. Cuánto tiempo siendo una persona 'conveniente', amamantando defectos y escuchando canciones salvadoras, deseando a destiempo ser otra persona. Cuánto querer ser tu mar y cuánto te has ahogado por su culpa. Cuánta paciencia invertida en sacos rotos, cuantos golpes de claridad por acciones de otros, cuántas decepciones, cuantos perdones dados y tan pocos recibidos. Cuánta estación de vacío y de engaño, cuántas horas de espera viviendo en otra relación paralela. Cuánta gente borrosa a estas alturas, gente que te añoraba cuando te obligaban a marchar. Cuánto recurrir a los fantasmas, o convertirte tú mismo en uno de ellos. Cuántos años creyendo que el error eras tú cuando podía ser compartido, cuando ni siquiera echabas culpas fuera, cuando quizá sí que era tuyo. Cuánta soledad en el cajón, cuánto información de antemano de todo lo que ibas a sufrir, cuántas piedras iguales en tu camino, cuánta ceguera para ver ciertas cosas, cuánto tiempo perdido, cuánto amor regalado, cuánto compromiso en desigualdad de condiciones, cuánta falta de práctica para empezar ciertos caminos, cuántas sombras, cuánto contar espaldas, cuánta memoria y cuánto techo, cuánto morir en las tardanzas, cuánta confusión de términos, cuánto dilema sin resolver, cuánto desgaste, cuánto crecer del revés, cuántas preguntas huérfanas, cuánto muro invisible, cuánto error cometido, cuántas cosas mejorables, cuánto actuar con miedo, cuánta ansiedad por todo ello, cuántos calcetines desparejados, cuántos dibujos para distraerte, cuánto cadáver, cuánto insecto en el mundo, qué poco valor, cuánto poema de mierda, cuánta palabrería sin sentido, cuánta ciudad que no existe, como tú, como yo, como el no poder volver ahí, como el quedar atrapado en la misma trampa, en la misma asquerosa telaraña, como esos lugares perdidos donde habitaba tu esperanza.
Y yo paso, camino y, en cuestión de segundos, soy menos que antes; me deshago, y pequeñas partículas de mi piel se van quedando atrás, se las lleva el viento mientras yo, inocente, creo que lo que se va es lo que necesita irse y no. Cada vez más esqueleto.

Pasaron dentro de mi túnel, cuatro o cinco meses y unos cuantos años, y también días perdidos.
Cambié de lugar, casi constantemente, sin haberme movido, aparecía antes y después en el tiempo.
Escribía, por placer, por obligación, quizás. Yo ya no pensaba en ello, en cualquier otra cosa, ni en ti. Escribía sobre ti. Sin sentido o sentimiento, estabas y estarás, escribiré y habrá algo de ti, habrá algo en mí.
Y en ese mundo, seguiré del mismo modo, y el dolor seguirá doliendo como si fuera nuevo pretendiendo ser olvido. Nadie querrá entenderlo, y seguiré los días, días perdidos, dentro de lo oscuro consciente de que es tarde para esperar, para esperarle y que sepa, que pertenezco a ese sitio, dueña de un hueco y un bloc, y de cosas que ya no son pero están, y nadie querrá entenderlo.


¿Quién duerme con mis sueños?
¿Quién se quedó las medicinas?
¿Quién supo decir mi nombre y quién lo olvidó antes de acabar?
¿Quién pudo mirarme un instante?
¿Qué año olvidé arrancarme el pasado?
¿Cuántos sentidos guardé bajo la nieve?
¿Quién perdió la llave del tiempo?
¿En qué corriente de aire nos perdimos?
¿Qué fue lo que diferenciaba el dolor de lo demás?
¿Qué distancia nos empujó al acantilado?
¿Qué turnos dejé ir?
¿Cuántos tipos de sordera aprendí?
¿Quién doblaba las palabras y quién las convirtió en arena?
¿Qué día me hice falta?
¿Qué tipos de hambre sufrí?
¿Quién duerme conmigo, quién es oscuro?
¿Quién me acariciaba las ruinas?
¿Qué sombra me obligó a escribir?
¿Qué manos me esperaban al final?
¿Qué horizonte se llenó de silencio?
Y sobre todo, ¿Quién? ¿Quién me ha robado los malditos sueños?
No me concentro en ningún sitio, no me parezco a ningún lado.
Ya no había lugar donde contradecirme o soportar mi apariencia.
Quería cubrirlo todo de medianoche y llover la vida pasar.
Y es que, a veces, estoy, fugaz y brillante, en mi paréntesis de ceniza.
Y es que otras, cabe en mi sombra esta ficción, tierna y prometida.
Todo esto es materia, irradiando un olor oscuro y después,
me quedo fría y, además, pronuncio esa hemorragia que me lleva
a mi comienzo y a mi espacio, a las nubes que salen en los libros.
Recojo mis cosas tontas y poemas, y me abandono en la orilla,
preguntando a los espejos, como si nadie hubiera escrito ya de esto, 
como si nadie hubiera contemplado este invierno suspendido
y este vaivén violento que hace el viento
donde sólo queda crecer más adentro de uno mismo.




Querido  ....


  Creo que acaba de salir el sol. Hasta hace unos días era difícil de decir; al final del día el agua acababa entrando en las casas calando alfombras y pequeños rincones (ah, y uno de mis libros preferidos que dejé junto a la ventana). No es que viva en una casa mal construida pero, de verdad, ha llovido como nunca pensé que podría hacerlo. Sé lo mucho que lo hubieras odiado después de haberte tirado dos años con ese tiempo (y todos aquellos incidentes); por eso no puedo evitar que me haga gracia ver llover. Es como si fueras a aparecer maldiciendo en cualquier momento.
  Es demasiado pronto y ya me estoy revolviendo en mi asiento. El frío está durando más de lo normal y tengo las manos y los pies congelados de forma permanente. Me asombra ver la cara de la gente si me tocan; es como, no sé; como si de repente tuviese alguna anomalía evidente y me dijeran con la mirada: "¿Qué diablos te ocurre, es que no te has dado cuenta?" Y estuviera loca por no hacer algo al respecto, necesariamente. 
  A pesar de lo que te prometí, creo que esto es lo primero que escribo en meses. Pienso ideas, monto una historia en mi cabeza y la desarrollo brevemente pero, por lo normal, estoy demasiado cansada como para llevarlo a cabo. A veces cojo el Bic y trazo líneas sobre un folio, sólo para no olvidar cómo es el tacto y ese sonido casi imperceptible que resulta tan placentero. Debería hacerlo más. 
  Algo que he retomado es la fotografía. Nunca compartí tu opinión de que fuera algo fácil y para todo el mundo. Es cierto que para encontrar algo bueno hay que buscar, pero es como todo, ¿no? A veces lo mejor es guiarse por lo de "menos es más", por eso decías que lo mío era simple pero con alma. Creo que así es como he intentado vivir mi vida siempre, por eso lo de la simpleza me parece un cumplido. Aun así me gustaba discutir sobre ello. Igual en unos meses edito algo si es que no he perdido las ganas y he conseguido acabar esto.
  No suelo salir mucho. Lo hago cuando la cabeza me lo pide y tampoco en esos momentos presto demasiada atención alrededor. Supongo que entre eso y la música, ¡es un milagro que un coche no me haya pasado por encima! Ya no es como al principio, ¿entiendes? Aunque todo sea nuevo. Supongo que no lo he podido encontrar.
  Mis paredes son azul pastel y el techo es alto. En el escritorio hay latas vacías de refrescos, entradas de cine, papeles y quizá algo de polvo. Al lado de mi portal hay una tienda de ropa infantil. Ese sería mi adelanto a tus tres preguntas de rigor. La ventaja es que también podría adelantar tu respuesta a todo esto. Supongo que, más que predecible, detrás de lo malo te llegué a conocer.
 Aunque el sabor ahora sea otro. Aunque nunca vayas a leer esto, y yo no pueda dejar de escribir.
  
Uno se equivoca cuando piensa que lleva los zapatos del presente y estos corren mucho más deprisa. Se equivoca al creer que puede obviar esa vieja piedra amiga estratégicamente situada una vez más. Siente la bala detrás de tu cabeza, no te alcanza, no te roza, pero nunca descansa. 

Nada importa cuando vuelves debajo del edredón y la sábana, haciéndote una bola y dejando de ser quién no eres. Tan sólo sabiendo que no eres quién una vez soñaste ser. Y que cada noche es un poquito más tarde para conseguirlo. Sólo porque nadie te dio un empujón a tiempo o porque la vida se ceba un poquito más con los más débiles. Así es como se crean personas que se arrastran desde primera hora de la mañana.
Era de juego sucio. Incansable y cruel. Sus raíces emergían con furia y sed de libertad. Se había destruido sin haberlo encontrado. Se había resignado y abandonado. Se rasgaba al respirar, ya no dolía. Esperó más de una vida con la mirada perdida. Sufrió más de mil noches, ya no se culpaba. No se reconocía pero apenas lo hizo un día. Se fue en silencio, tal y cómo llegó. Tenía rota la voluntad. Dejó que el mundo hiciera su trabajo. Ya nadie se acuerda de que a veces sonreía. Quizá nunca importó. Y si se quiere vengar es por justicia. Será imparable, y cuando llegue el momento, recuperará el lugar que siempre le correspondió, aunque ya no quede ninguno que lo vea.
No basta una luz para despertar.
No se trata del desayuno de por las mañanas,
de la leche fría o caliente con cereales,
de la cantidad de cacao que eches.
No basta la ducha de rigor,
el agua tibia que te envuelve,
la piel de gallina al empezar a vestirte.
No es cuestión de las canciones,
del tiempo que tarden en activarte,
por lo suaves o duras que sean.
No vale tampoco la claridad del día,
los ruidos cotidianos o las conversaciones entabladas,
con su menor o mayor nivel de profundidad.
El verdadero despertar llega mucho antes.
Aunque sea tarde en el tiempo.
Llega con él. Con el tacto.
Con perder la linea entre querer y necesitar.
Con pensar y que sólo importe,
que esté aquí, y empezar a volar
solamente con el privilegio de sus labios.
Ya no es temprano y, sin embargo, las personas entran y salen de la angustia, como la luz a los portales. No recuerdan cómo son, cuando no eran esto. Desde ambas partes, fuera y dentro, son todos lo mismo. Con una sombra diferente que tiene que empezar a recordar a golpe de despertador cómo se sonríe, como se dice hola y aprender de nuevo olores que más tarde romperán su equilibrio, como los amores clavados en oblicuo. La prisa les invade cuando les preguntas; algunos te confían en silencio que son un mar de dudas. Que caminan a otros lugares, a planetas transparentes, donde los antidepresivos tengan forma de clásicos acordes. Donde la exigencia no sea el horario sino sentir su propio nombre. Porque aquí no hay lugar para el cambio. Si la noche va detrás del día, la costra detrás de la herida, la melancolía tras la pérdida. Y dormir, dormir incesantemente tras la vida.

Les odiabas, no querías ni mirarles. Pero, algo en el fondo, quería parecerse a ellos. Se veían felices, despreocupados. Siempre rodeados de gente, siempre siendo los primeros en enterarse de algo. Pero no podías encajar. No te interesaban las mismas cosas, ni la ropa, ni la música. Tú lo sabías, pero ellos desde mucho antes. Que nunca serías así, de esas personas a las que estás deseando llamar para contarles de lo que habla todo el mundo y salir a donde sale todo el mundo. Tarde, comprendiste que su aceptación no valía traicionarte a ti mismo. Y eso, solamente pudo alejarte más. Creías que eran modelos a seguir pero aún recuerdas sus burlas pendientes de todos tus actos. Nunca, nunca puedes salir de ahí. Porque la vida no deja de ser eso mismo, se repite en casa, se repite en el trabajo, se repite allá donde vayas. Y lo único a lo que puedes aspirar es a encontrar algún sitio donde ser eso que eres, esté bien. Tener tu espacio para respirar sin sentir que incluso algo tan sencillo, cuesta. Intentar que cuente que eres la mejor persona que has podido llegar a ser dadas las circunstancias. 
Me cabe en las manos, esa persona que sueña con dormir y duerme sin soñar. Me cabe entre los dedos, esa mujer que nunca lo será, que apenas está madura y nunca caerá del árbol. Es pequeña, siempre quiere despegar y alzarse pensando que fuera hay algo mejor, pero en cuanto lo hace siente el peligro y vuelve a su diminuto hogar. Tanto tiempo así ha hecho que su imaginación se desarrolle hasta tal punto que consiga tener un mágico poder: el de crear lo que ella desee. Como sólo puede usarlo una vez cada setecientos años, tiene que ser astuta para no desperdiciarlo. Habría tantas cosas que quería, empezando por la libertad. Estaba presa de sí misma. De sus manos ancianas. Y no quería morir sin haber conocido esas grandes sensaciones que recordar antes de expirar. Así que reunió toda su fuerza y creó un cetro. Un cetro de forma preciosa y colores brillantes en tonos verdes y malva. De él emergía un humo que ascendía tan alto que se perdía en la línea del horizonte. También tendría que ser inteligente a la hora de usarlo puesto que sus poderes eran limitados. Cuando llegaron los momentos previos a que debiera abandonar este mundo,  usó el cetro para experimentar una vez detrás de otra todo lo que para ella era desconocido. Así pues, dispuesta a ser feliz antes de abrazar la muerte, cerró los ojos y su vida comenzó a dar vueltas. El cetro hacía su trabajo, coloreando los alrededores de miles de colores, de halos de luces increíbles alrededor de su cuerpo casi inerte. Al cerrar los ojos, pudo ver el cielo. Se sentía ligera y ágil, podía girar y dar vueltas, acariciar esas esponjitas blancas que tanto había estudiado desde ahí abajo, con sus nuevas alas de ave. Saludó a los truenos, atravesó el arcoíris, se lanzó hacia los rayos y esquivó peligros. Cuando más emocionante estuvo la aventura, un destello de luz apareció y, de repente, tocaba la tierra. Corría rápido, la tierra bajo sus pies dejaba caminos de humo, el sonido de sus pisadas le encantaba y le hacía ir aún más deprisa. Avanzaba a través de una senda, el paraje era caluroso y sentía los matorrales arañarle la cara, pero le producía placer. Quiso gritar de felicidad pero lanzó un rugido que espantó miles de pájaros alrededor. Entonces comprendió. Paró y bebió agua de un lago cercano y, al ver su reflejo, sonrió. El destello volvió a aparecer y vio cómo sus manos humanas le quitaban el pelo de la cara, empapado, bajo la tormenta. Minutos después, el cielo se abrió en la oscura noche y aparecieron miles de millones de estrellas cayendo hacia ella, estrellas fugaces a las que no pidió ningún deseo.  Se tumbó y saboreó los instantes hasta que el nuevo destello apareció.  De repente apareció en un lugar abarrotado de personas, la gente la empujaba, tenía calor pero no le importaba porque se centraba en cantar y saltar, sentir la energía de ver a tus ídolos en concierto, sentir sus voces retumbar dentro, los instrumentos fusionados creando algo impresionante. Empezó a sentirse débil y supo que la siguiente sería la última cosa que viviera. Estaba en una habitación acogedora, era un cuarto algo desordenado con estanterías llenas de libros, cd’s y demás objetos. Ya conocía todo aquello, no era nuevo para ella. Se sentía feliz de estar ahí, supo que el viaje acabaría con lo mejor que le puede pasar a alguien. Escuchó ruidos en otra parte de la casa, y su estómago se encogió. Sonrió al oír los pasos acercarse y una tos inconfundible. La puerta se abrió y otra sonrisa sonrió a la suya. Y otra mirada se iluminó en el reflejo de la suya. Y otras manos se acariciaron sobre otras manos. Y unos labios se apagaron en otros labios. 



Visto mi cuerpo de un alma que no tengo y camino, sin descansar, me arrastro. 
Elimino la palabra "esperanza" de mi conocimiento y salgo.
Dejo que la insignificancia lo conquiste todo.
Me uno a los parásitos, me voy.

Grande Alejandra...


"Y yo me cubro, yo me envuelvo, me mezo en mi nostalgia preferida, me abrazo a la almohada y lloro, me avergüenzo de mi edad y no comprendo por qué, tan de repente, ya no soy una niña."
— Alejandra Pizarnik
Despertar y no saber nunca qué hora es
por la oscuridad de la habitación.
Esa era la gracia, se decía. Sin horarios. 
Encender el piloto de la poesía de la mente.
Siempre cuando no hay papel cerca.
Esa era la gracia, le decían,
ahí esta la verdadera vocación.
El deseo de alimentarse de ello.
Aun considerando la compañía
de los versos matutinos exquisita,
no hizo más que echar en falta el calor humano
 entre las sábanas a primera
o última hora de la mañana.
 Esa, era la verdadera y única gracia.
El problema nunca fue tanto en dar a las personas que considerabas amigas; como en el hecho de considerar amigas a ciertas personas.
Recuerdo que estuve allí,
que fue más largo de lo que esperaba,
menos agradable.
Recuerdo haber conocido a muchos que no eran,
a pocos que parecían serlo,
y sólo uno que fue.
Recuerdo haber amado con más
de lo que me era humanamente posible.
Recuerdo que hubo lecciones que nunca aprendí
y personas a las que nunca escuché.
 Recuerdo que había muchas normas
y haber hecho caso sólo a mis teorías.
Recuerdo que de estas tuve muchas
 y me faltaron acciones.
Recuerdo haber intentado tantas cosas,
 y conseguir algunas.
Recuerdo mentiras y recuerdo pasarlo mal.
Pero también risas y cielos de todos los tipos.
 Recuerdo que estuve allí,
que observé más de lo debido
y debí participar más.
 Y te recuerdo a ti,
 porque sigues aquí.
Me paré en seco, una vez más, aunque no recordaba ya la última, y me dije: "Recuerda esto". Me obligué a ello, más bien. Guardé el instante intacto en el almacén de momentos o, como solía llamarlo, "Pequeños empujones para la vida diaria". Los que entran ahí tienen una luz, un color, un sabor sustancialmente diferente al resto. No es que lleguen al corazón, es algo más allá, un nivel más complejo; una sintonía entre corazón, cuerpo, cabeza... casi como el amor. Y lo quería, quería que durase más tiempo, no para siempre, pero sí lo suficiente como para que hubiese un cambio. Como si pudiese surgir una ínfima puerta en medio de todo que condujese a la propia vida, pero más adentro. Algo que pudiese coger con las manos y abrazar, como una persona a la que quieres y te quiere a su vez, como esa persona. Es ese aire que al impregnarte los pulmones se lleva la desazón y te invita a seguir hacia adelante, a hacerlo todo simple cuando realmente es así de simple, a pesar de que sigues odiando al mundo, sus reglas y la mayor parte de personas que viven en él. Pero no puedes conformarte con eso, por ello es que aún respiras y aún buscas algo que encuentres digno de llamar verdadero, el gran empujón para la vida.

El ser humano es inconformista para ciertas cosas, supongo que a veces cuenta más sentirse poseedor de un abanico de posibilidades que lo que en verdad posees. La reciprocidad es un término más bien dejado atrás. Me pregunto cuándo la gente con valores ha pasado a ser audiencia o actores de espectáculos del rollo Jersey Shore.

Va a doler siempre

¿Y qué dirían de la chica buena si supieran la verdad? Si supieran que todos estos años han sido un calendario de ficción, y que la vida que ha hecho creer a los demás no existe, precisamente porque está podrida. Porque el cansancio de las decepciones abrió un hueco donde empezó a criarse todo lo que dolía, todo se ha infectado por el asco hacia los iguales y hacia la vida ordinaria.
¿Y si supieran que aun poniendo todo el empeño en ser esa persona fría nunca lo pudo llegar a ser tanto? Que aún seguía dibujando cuerpos que la abrazaban con vistas a ponerles rostro algún día, convenciéndose de que sí importaba creer todavía en algo, aunque fuese en oleajes incesantes o lluvias de estrellas tras la niebla, y dolerse así de algo que al menos no contaminase, y que cerca, a alguien se le cayera algo de entendimiento en sus pies, antes de que fuese tarde.
Ódiate, por todo lo que te odiaron alguna vez los demás. Por todo lo que nunca fuiste ni serás. Por tu imagen en el espejo, ya que no es como pretendes ni tienes la fuerza de voluntad para cambiarla. Por tener esa incapacidad de relacionarte de una manera normal con cualquier otra persona. Por vivir más en tu cabeza que en el mundo. Por no entender a nadie ni haber dejado de intentar que alguien te entienda. Por no compartir metas y aspiraciones con la mayoría de la gente y no saber cómo vas a salir de esto, de esta situación de parálisis a todos los niveles.
Desde que tengo memoria, me he dormido bajo el brillito de las estrellas. Cada noche las estrellas trepan  por las paredes, con su leve tintineo y su susurro de madrugada. Tenerlas en el techo es una ventana al mundo de los sueños, donde no importa quién seas o qué deseas, ahí eres libre para alcanzarlo. Siempre las vi como algo temporal, encerradas en mi cuarto, como algo con lo que podía conformarme mientras aguardaba la verdadera noche estrellada, aunque fuese una sola, cada mucho tiempo, y valía la pena la espera.
Da miedo algo tan grande donde las estrellas ni siquiera son contables y parece que se te lanzan encima casi con violencia. Por eso a veces, no quiero salir de aquí y ver que el mundo es demasiado grande para mi, demasiado inmanejable.
Vas a morir esta noche, ha empezado la cuenta atrás para que detone el corazón. Una vida es insuficiente para todo. Pero una sola vida es suficiente. Es la enfermedad que termina con el diagnóstico. Y quieres morir porque te hartas de comer baldosines y de los laberintos que acechan, porque toda tu vida te parece inoportuna y te acabas excluyendo de tu propio abecedario. Te hartas de la insistencia del mundo en ausencia de cualquier luz, de la sed que no se sacia y del reconstruir; de comer mierda y de ser contenedor de vidas ajenas.


Mírate, inmóvil, comprobando a cada rato un reloj que no mide tu tiempo.
Tu cuerpo te aprieta y representa lo inútil, cada vez más lejano y lleno de dolores comunes.
Vives mareado, sabiendo que cuando te vayas del todo, nadie sabrá tu nombre.
La caída es abrumadoramente vertiginosa en días como estos. Alguien se cuela en tu cabeza y no eres tú. Tanto tiempo dibujando sobre la realidad es cansino, y es humanamente difícil intentar ahuyentarse de lo que se avecina. Es como pensar que el vacío es redondo y está situado en un lugar concreto, al que a veces acudes, pero en realidad escapa a cualquier definición y se asoma a todas horas. Ninguno vamos a ningún lado, salvo más cerca o más lejos de nosotros mismos; escapamos desnudos y los que escribimos guardamos el desastre para crear una bonita historia. El lenguaje se vuelve puntiagudo, casi febril, y nos hace agujeros en la piel, y siempre se harán más grandes, como las caries, y no puedes ignorarlo. Esa sensación de saber quién va a ganar, sea el juego que sea, y nunca eres tú. Nos extinguimos un poco en días como esos y huimos de los corazones que creemos no merecer, destrozándolo todo con miedo. Y ya nunca podemos volver a ser lo que hemos sido, ni siquiera en nuestra sola presencia. La fricción va dejando unas grietas, que a mí ya no me da pena estar al margen de todo eso que llaman 'mundo', ni sentir que soy muy tarde, ni amontonar cartas que no saldrán de mis fronteras, ni tener que sujetarme los huesos con las manos, ni que la gente olvide lo importante mientras yo lo tenga claro, ni permanecer muda cuando quiera hablar en nombre de una ilusión, ni la imposibilidad de responder ciertas preguntas que nacen en la sombra que asumo escrita para el resto de mis días.
Nunca he necesitado grandes emociones o aventuras para sentirme mejor, para sentirme viva. Lo único que necesitaba era que me devolvieras la mirada.
Creo que debería arrancarme el corazón y ponérmelo de sombrero. Porque pienso más con él que con la cabeza, me parece que desde que tengo memoria siempre ha sido así. Eso ha llevado a muchas roturas de todo tipo y dimensión, como se veía venir. Aún así parecía que merecía la pena, aunque eso no siempre se ha cumplido. Porque la desproporción y la falta de equilibrio llega a herir en niveles que no son de este planeta. Con todo esto, mantengo la esperanza de que no vuelva a pasarme, porque sobre todo intento defender mis valores hasta el final e intento equivocarme cada día un poco menos. Intento ser la mejor versión de mí que pueda, aunque sea una mierda igualmente. 
No creo que haya forma a estas alturas de arreglar en mí lo que está torcido. Uno tiene sus desperfectos, o se los hace, para que convivan hasta el último de los días. Quejarse es inevitable, a veces es por puro placer de maldecir; y ayudar, en verdad nunca sabré si ayuda. Poco importa. Lo que ocurre es que cada día es más complicado aceptarse aun con eso, con lo inservible y desadaptativo. Ser un sesgo andante, consciente de ello y con todo intentar fallidamente ser feliz, una y otra vez. Porque todo va empujando, dirección muerte, a pesar de no sentirse plenamente vivo. Creciendo con una mente débil y un corazón que apenas bombearía por sí solo. Un corazón en un cuerpo que, aun deteriorado, irremediablemente pone todo lo que le quede en conservar esa ilusión, hasta el final.

Quizá algún día, ya no existan por detrás esas voces bajo las cuales te sientes de rodillas. Y que el mundo o, simplemente, la gente con la que trates, no sea una egoísta hija de la gran puta. Y que reúnas el valor que te ha faltado para todo en algún momento. Y que las cosas en las que pones el corazón te salgan bien porque es la única manera. Y que la persona que te dice que te quiere se quede contigo, y que por fin algo sea de verdad.
Necesidades. Las básicas que conocemos todos. Las no menos básicas como la de necesitar expandirse en el mundo tal y como es uno. Y la de tener a alguien que te deje hacerlo, y a quien dejar ser él mismo. 
En las noches de verano, las más largas e insomnes, es cuando, más que nunca, se aparecen. Tienen caras amigables, se manifiestan a veces entre caras conocidas, entre voces familiares, aullando cerca de mi garganta, sin respetar espacios, tiempos, deseos, nada. Aparecen de repente pero nunca puedes olvidarte de ellos una vez que se van, porque lo impregnan todo con su hedor y te absorben el día a día mientras se refugian en tus miedos, en tus pesadillas, y así, sin querer, se van llevando tus ganas de todo. Son fantasmas, en ocasiones ni siquiera los tuyos propios. Perfectos fantasmas de otras vidas que te recuerdan lo lejos que estas de ser uno de ellos, de ser tan buena que puedas siquiera intimidar. Son ideas que te rondan la existencia sembrando el autodesprecio una vez que te comparas con ellas. La violencia en tu cabeza.
Fantasmas que te vienen a recordar lo que siempre supiste. No se puede luchar contra ellos...
Recuerdo que no había mucha luz y se escuchaba un ligero zumbido de fondo. Recuerdo que tenía muchas ganas de venirme abajo pero no sé qué sensación salida de no sé qué epicentro de otra vida (pasada, futura o incluso, paralela) conseguía apaciguar todo y me hacía estar tranquila, como si ya no mereciese la pena estar mal. Recuerdo que alrededor estaban todos aquellos que me han hecho daño, sin muestras de haberse arrepentido, y supe que ya no me dolía, habían ganado ellos porque yo ya no era más un problema. Recuerdo no haber deseado eso ni haber querido estar ahí, y sé que busqué alguna salida a cualquier parte pero desistí antes de encontrar cualquier indicio de algo que no fuera ese momento, porque no estoy segura ni de que fuese un lugar concreto. Aún así, no recuerdo lágrimas, ni tristeza. No era como sentirse vivo. Era como si fuese lo correcto, cuando sientes que algo es como ha de ser. Esa tranquilidad rara. Rara porque nunca te acabas de reconocer en ella. Como cuando creías que no estabas hecha para el mundo. Con esa intensidad, cosas que se saben, sin más. Recuerdo que me aliviaba saber que ya no tenía que esforzarme por algo ni sentirme insuficiente por nadie, esa presión del pecho se había fugado, con todo lo demás. Recuerdo que la sensación de tener nada fue la mejor que he experimentado nunca, porque cuando careces de todo no puedes perder nada; y si no hay nada, no luchas por nada. Nada por lo que seguir, nada que duela ni hiciese sufrir; ni siquiera la capacidad para querer nada, nada más que nada, entera para mí, toda por delante, hasta que no pudiera recordar absolutamente nada.
- De eso se trata, ¿no? Es esto lo que hace la gente. Llegan a tu vida y les vas dejando entrar, poco a poco, casi a regañadientes. Porque siempre es la misma historia de siempre. Se hacen el hueco, se acomodan y después, siguen su vida y se van. Como si no hubiera pasado nada.
- Eso es lo que hacemos todos, sólo que desde nuestra perspectiva no parece tan malo. El que se va nunca siente que lo esté haciendo mal. De todas formas, ¿ese es tu miedo? ¿Que se alejen las personas y no te recuerden?
- No. No exactamente que me olviden. Tengo miedo de que se vayan, y yo me quede aquí para siempre en el mundo que recuerda que estuvieron, echando de menos, melancólica hasta el final de mis días. 


Nunca quise comerme el mundo, si el mundo no duerme sobre su cuerpo.
Dicen que lo mejor de los libros es que puedes volver siempre a la mejor parte.
Pero quién puede quitarse el sabor amargo de la boca, el saber que todo acaba mal, y volver a la parte buena ignorando que va a pasar... que nos la jugaron una y otra vez.
Nacimos inocentes, quizá soñadores, pero no gilipollas.
Reconozco que lo único que hubiese hecho esa noche fue escuchar tu corazón, sabiendo que lo recordaría para siempre. Ese momento, en que no te estás dando cuenta de nada. Y yo sólo existo para oírla, oír tu vida. Con todo el egoísmo del mundo, sabiendo que has elegido que ese instante sea para mí. Sentirte es lo único que hice esa noche. Y lo bien que sienta.



Murk es pequeña, y casi siempre tiene hambre. Vive en el pasado porque es lo único que tiene, y practica petit point con sus recuerdos. Murk hace lo mismo cada mañana: guarda todo su universo en la mochila y sale a primera hora a caminar. Odia madrugar pero, desde hace casi un año, las parálisis de sueño le impiden disfrutar de ser marmota cuanto quisiera. Las rutinas unen a las personas, por eso se conoce a medio barrio,  aunque siendo vergonzosa siempre evita saludar. No es una persona muy sociable pero ella ya no se culpa a sí misma. Murk ha deseado la muerte tanto como el ser salvada. Le causa una terrible tristeza sentirse sola, pero sabe que la gente como ella tiene ese destino. Desde hace años siente asco por las personas que hablan por hablar, cree que es como una enfermedad de la ignorancia; todavía no ha encontrado a nadie que entienda los silencios que necesita. Siempre ha tenido claro lo que quería ser; o, más bien, en lo que no quería convertirse, aunque en ciertos aspectos ha dejado directamente de esforzarse. De las cosas que más odia en el mundo está la sensación de asfixia. Por suerte, es consciente de la brevedad de todo lo que le rodea, y sólo vive con la esperanza de empezar a disfrutar ciertas cosas de nuevo algún día.
(continuará...)