¿Sabes lo que pasa? Que uno se acostumbra a las cosas buenas. Lo peor de todo es que uno también se acostumbra a sentir dolor. Y tampoco importa si el dolor aumenta. Acabas por no notarlo, aunque el daño deje su huella de todas maneras. Pero ya no te quejas como antes, no lo exteriorizas tanto aunque ha de salir por algún lado y con toda la certeza del mundo lo hará, por supuesto que saldrá y de la peor manera. Te convences de que se pasará pero en realidad te preguntas si esto será para siempre, si pasarán veinte años más y seguirás sin avanzar ni un paso, sin motivaciones, sin valor, cada vez mejor sola para no sentirte peor. Después te llueven voces que te dicen que te entienden, pero realmente nadie tiene ni idea. Hay momentos en los que realmente no se ven salidas.

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Ayer un tren partió dejando atrás el calor húmedo de Barcelona con destino a la sequedad madrileña. En el vagón abundaban los hombres vestidos de traje y una actitud de viaje por pura rutina, obviando durante las tres horas cualquier fenómeno que el paisaje pueda ofrecer a través de la ventanilla.
A veces tengo la absurda manía de creer que soy la única a la que le suceden cosas malas. Creo que ya no me ocurre. Ahora sólo quiero que dejen de pasar esas cosas. 'Quiero' lo digo y lo siento dentro bien grande y en mayúscula, muy alto, muy fuerte. Quiero volver a Barcelona.
Ayer cogí el único tren que es capaz de atraparme y llevarme bajo tierra a la misma velocidad con que se mueve en horizontal. Casi 300 kilómetros por hora de echar de menos y alguno más de deseos de dejarlo todo y continuar en dirección contraria.
Madrid no me sienta bien, aquí no quiero estar sola por miedo a sentirme sola. Allí no me pasa. Y estoy cansada de ser una persona triste.