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Siete campanadas quiebran el silencio. Ya las había escuchado antes, las mismas, solo que parecía que había pasado demasiado tiempo. Eran las mismas que me devolvían a casa las largas tardes de colegio, mientras pasaban las horas y el paisaje gris y rojizo de los ladrillos al otro lado del aula, significaba libertad. Pero ahora, no sé si afortunadamente, me encuentro en otro lugar. Una primera planta de otro edificio, una habitación rectangular vacía, iluminada por unos pequeños focos en el techo y lo que queda de la luz del día irrumpiendo por una ventana detras de mí. Hay diez sillas de color amarillo pálido que llenan la estancia y yo ocupo una de ellas, la que está frente a la puerta. Desde ahí diviso otra en la que se lee un cartel de "Privado". Las paredes están pintadas de un color azul pastel, lo que me evoca inevitablemente a los juguetes de los bebés. Si tengo que esperar, no me importa hacerlo aquí. Hay algo en este lugar y en este silencio que me hace sentir cómoda.
Las paredes están colmadas de cuadros, los hay de varios estilos y temáticas, pero mi atención repara sólo en uno. Se encuentra a mi izquierda y está compuesto de tres partes: un cielo oscuro que anuncia tormenta contrastando con una Torre de Pisa lejana; un campo de espigas y, por último, en la mitad del cuadro hay un primer plano del rostro de una mujer cuya mitad izquierda se encuentra difuminada hasta que el marco establece el límite. Es una composición extrañamente familiar, no tanto por el paisaje como por los signos de falta de identidad expresados en el rostro de esa desconocida, probablemente inexistente, mujer de pintura. Quizás ella también se encuentra perdida. O ve su destino torcido como la torre que vela tras de sí. Me pregunto a cuántas personas habrá visto en esta sala, personas como yo que se la quedan mirando mientras el tiempo pasa, despacio pero paciente, lento pero sosegado. Me pregunto si ella también se encuentra esperando a que ocurra algo, así, como yo lo hago.

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